Como ya veíamos, la singular situación socioeconómica holandesa, permitió el éxito de una serie de géneros (hasta entonces menores) como el bodegón o el paisaje.
En el primero de los géneros destacó por méritos propios Willem Claesz. Heda.
Sus obras son sumamente características, pues se trata de un pintor sin apenas evolución, que repite las formas y los temas.
En ellos encontramos elementos recurrentes: vajillas de plata, grandes piezas de cristal, nueces, limones, exquisitos manteles...
Su grandeza estriba en su perfecta composición que huye de la tradicional simetría para buscar creaciones a través de volúmenes y vacíos (siendo los recipientes de cristal con agua un híbrido entre ambos valores), jugando con un extremado complejo (pero con un orden implícito) juego de verticales y horizontales.
Destaca también por su extraordinaria técnica que le permite destacar las distintas calidades de los objetos, insistiendo así en ciertas ideas sinestésicas sobre el tacto y el gusto de las que ya hablamos aquí con mayor extensión.
Sus bodegones son la perfecta materialización de una sociedad opulenta pero exquisita que huye de la barroquización de la escuela flamenca para centrarse (como ya hacían los primitivos flamencos) en pocos pero escogidos objetos que hablen de la riqueza de los comitentes que utilizan el cuadro como una extensión de las piezas reales que adornaban las salas de sus casas. (Un simple limón en el clima holandés era todo un símbolo de prestigio como ya lo eran las naranjas en el Matrimonio Arnolfini).
Sin embargo, no debemos olvidar que nos encontramos en el barroco, y estos bodegones tienen una segunda lectura religiosa.
Aunque no tan evidente como en el caso hispano que ya estudiamos aquí, en sus obras hay una constante referencia a la destrucción, y hasta las propias mesas son ya "mesas en donde se ha comido" quedando tan sólo sus rastros.
Es, en suma, una vanitas disfrazada que nos habla de la fugacidad de la vida y de las riquezas materiales, tan frágiles como bellas
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