En una ciudad de excesos barrocos como es Roma, esta diminuta plaza sorprende por su encanto rococó.
Realmente (y esto se encuentra en la esencia del estilo) se trata de un verdadero salón interior al que se le han olvidado poner el techo que es capaz de unir lo monumental y lo íntimo a través de un riguroso (aunque bien escondido) soporte geométrico (la intersección de varias elipses) que permite un telón de fondo de San Ignacio creado por el muro ondulante de varias casas.
Como corresponde, la entrada a tal espacio debe de ser algo secreta, a través de calles diagonales respecto a la plaza que no permiten su percepción completa hasta penetran en ella.
Una vez dentro nos encontramos con la imponente mole de San Ignacio de la que ya hablamos aquí.
Una arquitectura que se impone al espectador con la imperiosa violencia estética que practicaba la compañía de Jesús.
Muy probablemente el espectador se sienta atraído sin remedio hacia ella, pero, si tras subir su escalera, vuelve la cabeza, se encontrará con el envés de la moneda
Verá un proscenio recoleto compuesto por tres edificios que multiplican los espacios por su ondulación particular (generada por las elipsis y deudora de Borromini, aunque pasado por el encanto dieciochesco)
La sensación es de un constante ondular que vuelve loco al gran angular de la cámara.
Pero las apariencias engañan, pues esta pared ondulante es, en realidad, varios edificios que (como piezas de puzzle se tratara) se encajan unas contra otras a través de calles escondidas que sólo el movimiento del espectador conseguirá desvelar
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