sábado, 24 de agosto de 2024

AQUELLAS PRADERA AZULES. IRINA, BEETHOVEN Y UNA PRESENCIA MÁS

La conocí tocando a Bach en un simple clavicénvalo, en una pequeña iglesia, acaso de Ámsterdam, o tal vez fuera Viena.

Irina, su largo pelo rubio, ojos como lagos helados y unos pechos blancos, grandes y pesados.

La conocí tocando la música de Mozart en Colonia y allí un conocido común nos presentó. Casi ni necesitamos inglés, pues hablaba perfectamente el italiano y un poco poquito el español.

Irina, el fuego de sus ojos entrecerrados cuando interpretaba, llena de luz y fuego, a Beethoven.

Fue un flechazo. Su música, su voz breve y cantarina me dejaron clavado a su merced en medio de la nada, y cenamos juntos para luego jugarnos a cual de los dos hoteles iríamos.

Gané yo, y cuando quise buscar en mi Instagram una lista suya, ella me dijo que nunca se llevaba el trabajo a la cama, con aquellos pantalones ajustados de cuero y sus tacones vertiginosos que andaban marcando el compás sobre los puentes de Ámsterdam.

Pues ganó ella y era Viena. La iglesia de San Pedro y un verano tórrido que estaba a puntos de convertirla en agua bajo el piano de cola en donde sonaba Ravel.

Irina. Ganó ella y me llevó a un hotel escondido entre palacios barrocos que tenían habitación de cortinajes tan azules como la luz de sus ojos.

Desde entonces escuché todo su repertorio en las capitales de media Europa: Bach, Mozart, Beethoven, Ravel, Debussy y Rajmáninov. La contemplé y vi su fuego incendiar salas en Milán, Turín y Roma.

Poderosas deflagraciones que resurgían por las noches, pues toda su timidez, calma e hielo sólo desaparecían delante de un piano o desnuda y encamada.

En aquellos momento, Irina, yo siempre me sentí un piano poderosamente tocado, de lo dulce a lo explosivo, y fue el momento más cercano a mi sueño de convertirme en una canción: la música que me hacían florecer tus pechos inhiestos, tus voluptuosas caderas que se convertían en el último lugar al que agarrarse mientras se cae al vacío.

En un tiempo en el que Putin aún era el amigo de Occidente conocí Moscú y San Petesburgo tras el reguero de fuego de sus interpretaciones, unas diurnas, otras nocturnas, todas ellas marcadas por una pasión que me encadenaba y cada vez me daba más miedo.

Pues yo era su prisionero tanto como ella de la música y nuestro sexo. Carcelario de su trabajo desmesurado, de su desmesurado sexo. Atropellado por sus excelencias, por una pulcritud rayana en el delirio que me iba destrozando entre gemidos y escalofríos, unos en la cama, otros en los conciertos, y entre ambas cosas, una mirada de hielo, inescrutable, como la de un primer ministro ruso, casi más de robot o persona, mientras en su repertorio iba despareciendo los compositores alemanes y austriacos e iba llegando toda una pléyade de músicos de la gran Madre Rusia.

Irina. Tus pechos insomnes, graves y elásticos. Tus largos dedos. Los músculos escondidos de tus brazos tan delgados y poderosos.

Sólo podía amarte en la música y el sexo, pues en lo demás eras una muralla cerrada, fría, sin tacto apenas. No bebías nunca, pues ya te emborrachaban la música y los orgasmos que nunca quisiste mezclar, pues tú eras (ahora lo comprendo en otras personas interpuestas) un puzle de piezas autónomas que no encajaban unas con otras, en silencio. Espacios autónomos dirigidos por un cerebro y una voluntad indestructibles que sólo tenían corazón para las notas y las caricias.

Fue por eso que tuve que hacerlo. Por eso te escribo esta carta al viento.

Tuve que abandonarte antes que me invadieras por mi propio bien, Irina, pues seguro que en tu repertorio ya no cabe Mozart y ha sido sustituido por Wagner.




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