Como pudo hacer tanto calor aquel invierno. Debió de ser un milagro... Uno hecho solo para nosotros dos.
Las noches eran heladoras y los charcos se congelaban a la vista mientras nos refugiábamos en el Penta a besarnos, bailar y hablar sin fin, y solo sentíamos el frío camino a tu casa, hasta aquel árbol sin hojas bajo el que nos despedíamos, dejando a la noche sola como un temprano de hielo que sólo se fundía cuando
Volvía a amanecer y, mucho antes del mediodía, ya hacía el suficiente calor para estar en nuestra pradera en camiseta, antes de que tu llegarás con el jersey atado a la cintura, casi como si fuera verano.
Yo me llevaba los apuntes y el libro de historia para estudiar mientras te esperaba, con aquel gran plástico extendido sobre la hierba llena de rocío que luego, al marcharnos, doblábamos con cuidado y guardábamos entre las piedras que una zarza protegía, junto al paquete de fortuna encerrado en su lata.
Cuando llegaba, antes incluso de extender el plástico, cogía un cigarro de él y me iba a unas piedras sobre el regato que cruzaba toda la pradera que nos acogió aquel invierno en el que me abrasé en todos tus hielos ocultos.
Me sentaba en ellas, miraba el agua deslizarse en el cauce lleno de ramajes, entre sus diminutas hojas que rozaba el agua helada, y lo encendía y, en la primera calada, sentía los pulmones ardiendo y un tos que se agarraba a la garganta como una tenaza.
¿Qué estupidez, verdad?
Así es la adolescencia, los 16 años en donde te sientes inmune a todo cuando en realidad eres más vulnerable de lo que jamás serás.
Una edad torpe y prohibida, como decía Luca de Tena, que se mueve entre los absolutos más etéreos y los minutos más intensos o aburridos, entre el cielo y el suelo, nos diría Mecano que tantas veces (una, dos, tres) fue la base de la banda sonora de nuestra vida, una película atroz, maravillosa o ridícula que aquel invierno se lleno de un extraño calor sobre la verdísima pradera en la que yo estaba estudiando hasta que, a las doce tú llegabas, milimétrica, con un simple jersey atado a la cintura, una camiseta holgada, unos pantalones de tela amarillos o rojos, y la sonrisa más radiante del universo
Cómo te besaba entonces, como si hiciera un siglo del beso anterior, pues había pasado toda una noche sin sentir tu cintura de agua, el torrente de la respiración de tus besos cada vez más turbados mientras nuestras manos tenían juegos privados en los que nosotros éramos simples actores mudos ante los escalofríos de los deseos que nos recorrían como corrientes de agua hirviendo e hielo.
¿Te acuerdas, mi vida? Para nosotros, en el casete a pilas, sonaba Barry Whitte
Aquellas mañanas en pleno mes de diciembre, de enero, de febrero hasta que...
Maldita sea.
Para abandonarme elegiste la madrugada más fría que encontraste, cuando el gran charco que había en las obras de la plaza se helaba ante nuestros ojos mientras tú...
Maldita sea.
Ahora se lo que, ya entonces, sabia perfectamente pero no quería decírmelo, pues tú cada vez estabas más lejana en aquella pradera, gimiendo pero con un rastro de pena detrás de tus jadeos de plata, y tus manos se iban volviendo más tristes en sus largos dedos de uñas mordidas.
- ¿No decías que ya lo habías dejado, Sabrina?
- Exactamente igual que tú con el tabaco.
Touche.
Tocado y hundido.
Igual que un barquito que muy pronto iba a naufragar, pues tú me lo decías a gritos y yo era sordo y ciego a las advertencias, a esa sonrisa de papel y los ojos llorosos en el fondo de su lago que yo no quería ver, pues te amaba como jamás se había inventado, y te quería todos tus gestos, y en especial ese dulce abandono que sucedía tras las llamas del infierno que tantas veces
se confundía con aquella canción de Relax,
¿La recuerdas? Especialmente el momento mágico de una cascada de agua cayendo sobre nuestros cuerpos, como si todos los dulces sueños anteriores reventaran igual que amapolas sobre la hierba,
y aquel arroyo que venía más allá de los muros de piedra seca para crear una curva en donde crecían zarzas y un avellano entonces sin hojas, tan desnudo como estabas tú debajo de tu ropa, conociéndote como un ciego aquí y en Penta´s, incluso en la urbanización vieja que algunas noches recorríamos ateridos de frío y yo cantaba frases al oído y tu enrojecías, pues aquella canción era, igual que Barry white, el santo y seña de nuestras excursiones a los infiernos que tanto ansiábamos a la vez que nos producían tanto ¿miedo?
No, tal vez no era esa la palabra, pues tenía que ver con el respeto pero también con lo prohibido, con las ansias por descubrir el origen de tus hielos que se guardaban en un arcón que sólo se abría con algunos besos precisos que arrancaban muy cerca del lóbulo de tu oreja, mientras mis manos se llenaban de grandes melocotones maduros y
Más allá de todo se encontraba aquello, tan suave y misterioso, algo con la densidad pastosa de los sueños que mandaba señales de socorro mientras el rocío caía a la hierba como un atardecer adelantado en el que nosotros respirábamos fuego
los cristales ardientes de tu aliento que se me clavaba como miles de pequeñas muertes y un escozor a gloria en las entrañas más escondidas que ahora florecían sin cesar, igual que tus pechos o el vientre: fuegos de artificio entre el infierno y los sueños, tan dulces hasta que reventaron en mil pedazos bajo la voz de Barbara Streisand, y se cerraron los cofres de hielo y se marcho la carpa de los gitanos dejando esta pradera sola y silenciosa a la que sólo volvía para fumar un nuevo cigarro mientras me dejaba llorar sin tiempo ni testigos.
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