Probablemente sea la obra de ingeniería civil más importante de toda la
Península, a la altura de las mejores y más majestuosas que se hicieron en el Imperio.
Curiosamente, esta magna obra no se corresponde con un asentamiento
importante y apenas se han encontrado restos, considerándose habitualmente como
una estación militar.
El acueducto, antes de hacerse visible, recorre casi 15 kilómetros bajo
tierra desde el manantial de la Fuenfría
hasta llegar a una cisterna (El Caserón).
Desde aquí ya arranca un canal de sillares hasta una segunda torre (Casa
de las Aguas) en donde se decanta y desarena, como era habitual.
Desde este momento el acueducto crece para salvar la pendiente del
barranco hasta alcanzar los 28 metros en su lugar culminante, siguiendo siempre
un 1% de desnivel para que el agua corra sin producir una erosión excesiva.
Ésta es la verdadera imagen de la ciudad. Una extraordinaria estructura
de pilares unidos por arcos de medio punto que sustentan el canal superior.
Los grandes sillares de granito se encuentran colocados a hueso (sin
argamasa), con un extraordinario cálculo de pesos y tensiones en donde los
arcos funcionan como verdaderos tirantes a la vez que crean una estructura de
visión soberbia gracias a su limpieza visual (un especie de gran enrejado compuesto por las verticales de los pilares y las horizontales de arcos y líneas de imposta creadas por las cornisas que se resaltan a tramos)
Estos arcos repetidos crean, desde la lejanía, una especie de sutil dibujo
en el horizonte en donde juegan llenos y vacíos. Una pantalla semitransparente
tras la que se cuelan las visiones fragmentarias de la ciudad y el entorno,
especialmente con el sol en contra que convierte su estructura en una silueta
recortada. (Aunque la desafortunada rehabilitación de su entorno está deteriorando estas percepciones, como ya hablamos)
Aún más, sobre una estructura tan simple, los juegos de luz y sombra
proyectada amplían el monumento, interfiriendo de nuevo sobre su entorno con su
negativo sobre el suelo
Los investigadores lo sitúan entre la segunda mitad del siglo I y
principios del II, en tiempo de los emperadores Vespasiano o Nerva.
En su parte central existe un nicho, posiblemente dedicado en origen a
Hércules y ahora lugar de la Virgen que lo cristianizó.
Un tema que a menudo se ha resaltado es la necesidad de tales
estructuras. Habitualmente se habla de puro pragmatismo: conducir el agua
salvando un valle. Sin embargo más práctico aún sería haber utilizado un sifón
(técnica conocida por los ingenieros romanos) que, por presión, elevara el agua
tras salvar una cota más baja
Por ello, deberíamos entender la construcción más allá de una pura obra
de ingeniería para darla el valor simbólico con la que debió ser concebida. La
expresión del poder del Imperio en las tierras conquistadas.
El colosalismo, la sensación de fortaleza, la idea de organización que
es evidente ante su contemplación y esos juegos visuales que hemos analizado
anteriormente, generarían en el espectador un claro sentimiento de poder sin
apenas necesidad de símbolos.
Una imagen propagandística que muy pronto se convertiría en un lugar
simbólico, como también Roma supo hacer con sus grandes construcciones que, sin
perder su función práctica, generaban escenarios de reconocimiento de sus ciudadanos
(pero también de los pueblos sometidos)
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