martes, 6 de agosto de 2019

AQUELLAS PRDERAS AZULES (Maravillosos) Miedos infantiles

DALE AL PLAY PARA PASAR UN (maravilloso) MIEDO INFANTIL



Sí, ya sé que la canción no corresponde al tiempo, o tal vez sí, pues aunque apareciera cuatro o cinco años después de lo que cuento, cuando lo hizo yo no me fasciné con el espectacular vídeo clip que la acompañaba, pues nada escucharla por primera vez en la radio de labios de Joaquín Luqui, yo tenía, desde la propia infancia, preparado el mío.

Tendría 9 o 10 años, y acaso sería uno de los últimos veranos verdaderos de mi infancia, antes de que empezarán a revolverse las hormonas y el mundo se volviera una montaña rusa de emociones. 

Pero aún no. La vida todavía tenía cualidades de cristal transparente que sólo se teñía levemente con la lluvia o en algunas tardes en las que Bach me estallaba por dentro. 

Lo demás era una larga placidez de pequeñas cosas, partidos de fútbol y geypermanes. Un mundo feliz que se hacía inmenso al llegar el verano (¿es que duraban más las horas que años después?), cuando pasábamos los días enteros en el jardín trasero de aquellas casas de mi infancia en donde gastábamos las mañanas y tardes jugando a las canicas, las chapas y a la comba, con una gran maroma que había traído Toño del trabajo de su padre, o montábamos incansablemente en bici, orgullosos de nuestras hazañas mientras derrapábamos con la rueda trasera y, si había mala suerte, nueva herida en la rodilla sobre otra más antigua que (lástima) estaba a punto de curarse. 

Pasaban así los días, bebiendo a morro de la manguera de riego y cazando lagartijas mucho antes de que fueran una especie amenazada, y al caer la noche nos sentábamos a hablar en la valla de la entrada de los coches, los mayores a la izquierda, los pequeños a la derecha, con la garita del guardia separando ambos mundos tan distantes que sólo se unían en momentos especiales, como el juego de policías y ladrones o el rescate en donde valían los jardines de delante y los de la parte de atrás e incluso los portales (no existían aún los porteros y siempre estaban abiertos) que los comunicaban.

Pero si algo que esperábamos todos con ansia era nuestro particular pasaje del terror que interpretábamos casi ya terminando el verano, los mayores como actores, los pequeños como víctimas fascinadas. 
Todo se preparaba largamente e, incluso, los últimos días no podíamos estar en los jardines de la parte de atrás en donde los mayores organizaban escondrijos con las ramas de la última poda de los árboles, hacían trampas en la pequeña montaña de uno de los extremos y colocaban estratégicamente linternas y petardos junto al callejón pequeño. 
Mientras se iba haciendo todo eso, las noches anteriores, se dedicaban a contar historias de terror en su valla de los coches con la voz suficientemente alta  para nosotros las oyéramos en nuestro lugar tras la garita y volvíamos cargados de miedo a casa cada noche esperando que llegara el segundo sábado de septiembre, como si fueran unos nuevos reyes magos aún en pleno bochorno. 
Al lunes siguiente volvían a comenzar las clases pero el ansia del miedo podía más que la futura pesadez de la rutina de los cuadernos de matemáticas, y pasábamos la tarde llenos de una angustia maravillosa y el pecho se nos aceleraba según iba cayendo la tarde, cenar deprisa en casa y regresar corriendo a la valla en donde nos esperaba Jesús, aquel que jugaba en los juveniles del Madrid y era el maestro de ceremonias, que nos hacía un corro y, vestido con una camisa hecha jirones y llena de mercromina (para los más jóvenes, betadine), nos hablaba de los aparecidos y demonios que quizás nos podríamos encontrar. 
¿Seguro que estáis preparados? ¿Nadie se quiere marchar? ¿Seguro? 
Y todos asentíamos sin poder contener el temblor de unas piernas que no nos permitían huir aunque fuera eso lo que más deseáramos entonces
(Pero, ¿quién puede quedar como un cobarde? ¿Quién iba a perderse aquello de lo que se hablaría durante días?) 
Apenas si ya teníamos aliento para contestar y simplemente sacudíamos la cabeza muy pegados al de al lado. 
- Venga entonces - decía Jesús mientras tiraba del primero y todos avanzábamos como un bloque tembloroso camino hacia el callejón grande. 
En los jardines de atrás se escuchaban ruidos extraños y, al subir a la montaña, ya podíamos ver el paisaje aterrorizado(?) de luces extrañas que se movían y
— Escuchad. ¿No oís? 
Decía Jesús, y cada uno se imaginaba el más horrible de los lamentos, pues en el fondo se trataba de eso. 
El miedo lo llevábamos nosotros ya dentro y la burda comedia de los mayores sólo era una excusa, la perfecta, para morirnos de pánico cuando Montoya saltaba de detrás de una mata de romero con la cara llena de arañazos o Bebmar, el mayor, se abalanzaba apuñalándonos con su cuchillo de plástico. 
Bastaba eso para que todo el cuerpo se nos acalambrara y el rebaño de pequeños corriera sin sentido hasta el pequeño patio en donde se levantaba una cabaña a la que Jesús nos hacía asomar para encontrarnos los huesos que
- Cuidado, eso solo son el aperitivo del monstruo que... 
Y Romero, siempre tan alto, se acercaba a pasos desiguales con la cabeza envuelta en trapos
- ¡El monstruo, chicos! 
Y cada uno le ponía el rostro de sus pánicos mientras un casette a todo volumen gritaba entre silbidos:
-¡Nadie saldrá vivo de aquí! 
Y empezaban a estallar petardos por todas partes mientras miles de mayores salían de los lugares más inesperados y se encendían linternas que nos deslumbraban. 
-¡Corred. Corred hacia el callejón pequeño! - gritaba Jesús pastoreándonos hacia el gran final de fiesta en donde todos los mayores se habían reunido para acosarnos con manos y gritos que nos llevaban al límite, e incluso nos tenían que empujar para que lográramos salir, paralizados por el miedo.

Debía ser todo un espectáculo vernos corriendo como locos hacia la parte de delante con los ojos desorbitados y gritando, presas de un (maravilloso) miedo infantil del que durante semanas estaríamos hablando, acaso sin saber que sería el último y los monstruos cambiarían de cara y formas y perderían su inocencia y nos traerían nuevos venenos. ¿No es eso la adolescencia?


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