martes, 12 de febrero de 2019

ANIMA MUNDI. Luis. Aire de Bach y un trocito de niñez

DALE AL PLAY Y DÉJATE VIVIR DENTRO DE ESTA MELODÍA



Quizás sea la música más bella que se compuso jamás, un pequeño pedazo de cielo puesto como el regalo más maravilloso en los oídos de los hombres.
Yo realmente no recuerdo cuando la pude escuchar por primera vez, supongo que con mi abuela, o al menos así me gusta recordarlo, sentada en su mecedora, con los ojos cerrados y el tiempo parado mientras la escuchaba, dejando por un momento la costura en suspenso y el aire de respirar incluso.
Aún así la veo, anclada en el contraluz de la ventana del salón, blanda y sosegada como la música, más allá de todo, como si sobrara el mundo entero.
Posiblemente sea este el recuerdo más temprano que tenga de ella, la persona que de verdad me enseñó que la música hay que vivirla por dentro, como si fuera una alta dama vestida de blanco y satén movido por una brisa imposible.

Recuerdo eso y las tardes eternas de los veranos de mi niñez con el calor aún pesado sobre la arena de los juegos, cuando llegaba el jardinero con la manguera y jugaba con nosotros a mojarnos.
Eran risas y carreras, pero después todo se quedaba de nuevo en silencio, acunado por el frescor de la tierra mojada que olía a sábanas tiernas y a almendras.
Una sensación de calma perfecta que me hacía sentarme bajo cualquier árbol y llorar sin que los demás se dieran cuenta, pues era muy feliz, aunque entonces no lo supiera, y sólo el pecho desbordado por un aire sin rumbo, con el sabor verde de aquella humedad que subía desde la tierra.
Era entonces cuando el mundo se volvía de algodón y las almendras de los violines me sabían en la boca sin confusión alguna, pues eran perfectos en mi memoria que escuchaba aquella sutil melodía mientras los otros jugaban y, a mi lado, un riachuelo iba avanzando devorado por el hambre de la tierra reseca.
En su borde llevaba pajas secas, hormigas y otros pedacitos de tiempo que avanzaban despacio ante mi mirada.
Y los violines me sonaban dentro.
Y veía a mi abuela en su mecedora.

Muy lejos, afuera, había gritos de juegos y carreras mientras el día iba poco a poco desapareciendo en aquella hora de esplendor del primer anochecer, cuando el mundo siempre parece algo más amable y blando en el último y más bello azul del cielo que poco a poco se iría apagando, igual que mi niñez, que mi abuela, que esta música hecha para los ángeles, hasta terminar por desaparecer





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