La pradera de musgo reseco por la
calefacción excesiva aún daba de comer (y ya hacía veinte días) a un rebaño de
ovejas desparejadas en las que unas medían el doble de las otras, como si aquel
belén fuera una prueba más (irrefutable) del terrible futuro que nos traerán
los alimentos transgénicos.
-
¡A la cama, os he dicho!
Había
un río de papel de plata en donde una lavandera intentaba inútilmente remojar
su colada de barro descascarillado sobre el papel albal. Y un caminillo de
serrín y un puesto de verduras que los niños habían modelado en plastilina con
un sentido tan asombroso de las formas que Rogelio, el hámster, en una de sus
inexplicables pero frecuentes escapadas nocturnas, había roído los pimientos
rojos y un par de lechugas para preocupación de toda la casa que le estuvo
observando durante una semana para ver si (palabras textuales del padre) lo cagaba o la expichaba.
-
¿Estáis sordos o qué? ¡A la cama!
Al
final, afortunadamente, cagó los trozos de plastilina y para evitar males
mayores el padre se pasó toda la tarde de Navidad fabricando una alambrada para
cercar el puesto y los huertos anejos, dejando aquella parte de la escena con
un aire de campo de guerra minado que a los niños les daba un cierto susto,
revisando con cuidado el camino antes de atreverse a mover a los reyes camino
del Portal.
-
Ya vamos, mamá, espera un momento.
Pues
tenían que planificar el movimiento, y mientras uno rastrillaba con los dedos
el serrín, los otros observaban con ojos expertos de delegados de la ONU , cerciorándose de que nada
extraño había antes de mover la figuras (los pajes primero, por si acaso,
claro) en su último paso, pues
-
Como no os acostéis, esta noche no os traerán nada los Reyes.
Y
ya eran casi las once; una hora peligrosa.
Aún
así no quisieron perder los nervios y revisaron todo con cuidado antes de mover
las figuras de los camellos como si fueran caballos de ajedrez y, en un
despiste, a punto estuvieron de comerse a un pastor medio dormido que el más
pequeño de ellos confundió con un peón.
-
¿Estás tonto o qué? – le regañaron los otros dos, temerosos de ofender a los
Reyes precisamente aquella noche, y colocaron a los camellos rodeando el portal
como si en verdad lo estuvieran protegiendo de un peligro.
-
Ya está, mamá – dijeron entonces.
-
Pues a lavarse los dientes y a la cama.
-
A sus órdenes, mi sargento – le contestó el mediano arrepentido casi antes de
terminar de decirlo. Mira tú que si los
Reyes...
-
¡A la cama! – intervino el padre mirando con ansia la copita de coñac y los
polvorones que los niños habían dejado a sus majestades.
Y
tras pequeños incidentes sin importancia en los turnos del baño la situación
terminó por estabilizarse. Los tres niños besaron a sus padres, se despidieron
de los Reyes con cierta aprensión y se marcharon a la cama.
-
Por fin – suspiró la madre.
Los
padres ya habían colocado los regalos y tomado los polvorones. Habían estado un
buen rato pero ya habían apagado las luces dejando el belén suavemente
iluminado por la penumbra que entraba por las ventanas.
-
¿Habrá luna llena?
-
No te preocupes, está nublado.
Las
figuras apenas si tenían sombras y el Caganet obraba con la tranquilidad que le
daba la oscuridad en donde todo, quizás por efectos ópticos, parecía estar en
una tensa espera.
-
¿Vamos ya?
En
una esquina del belén había un palmeral con su oasis y todo a base de un espejo
e hierbas que se cambiaban cuidadosamente cada dos o tres días, antes que se
secasen del todo por la fuerza indómita del desierto de la calefacción central.
Lo solía hacer el mediado, con un cuidado de jardinero que le había hecho caer
en desgracia cuando, embebido en su papel, quiso regar las hierbas con la
regadera grande, inundando el desierto y sus aledaños con unas lluvias
torrenciales dignas de la gota fría.
Pero
no fue ése el problema, sino la sempiterna falta de previsión de éste país que
no aprende de sus errores y sigue construyendo sin control alguno, por pura
especulación, quizás, y el padre había colocado una preciosa casa de corcho
pintado justo en el medio de la rambla que cambió el camino natural del agua,
desviándola sin remedio a la alfombra para desesperación de mamá que puso el
grito en el cielo y, en este puro orden: indagó con rapidez, le plantó un azote
al mediano y le relevó de su cargo de jardinero, concediéndoselo al más pequeño
que, rápidamente, se ocupó del jardín, aprovechando las ventajas de su cargo para
enterrar en el serrín a un par de sus soldados favoritos.
-
¿Y ése ruido?
-
Tranquilo, todavía no, era la cisterna.
Pues
el más pequeño no podía aguantarse las ganas y pese a las terribles
advertencias de los más mayores había corrido el peligro de aventurarse hasta
el baño, intentando no mirar para donde no debía.
-
¿Te ha visto?
-
Creo que no.
-
Esperemos – dijo el tercero mientras se enrollaba apresuradamente el turbante.
Y
aún esperaron un tiempo hasta que los pasos cesaron y el goteo de la cisterna
dio una sensación de lluvia gallega sobre las losas de piedra.
-
¿Orvalla?
-
No, gotea
-
Es la cisterna.
La
que el padre llevaba ya tres semanas diciendo que el próximo domingo me pongo y
la arreglo en un periquete que nunca llegaba, pues primero el árbol y luego el
belén y sus alambradas le habían mantenido ocupado el poco tiempo libre que le
dejaba Gran Hermano.
Y
sonó entonces un silbido largo.
Los
tres personajes se quedaron en suspenso, esperando el final de la contraseña
que...
-
Falsa alarma, era en la calle – dijo el de las barbas grises.
Y
como para asegurar sus palabras se escucharon las voces turbias de unos
adolescentes en botellón itinerante, calle abajo, como si fueran sus vidas.
Cuando
terminaron de pasar con su rastro turbio a alcohol volvió a quedar todo en
silencio. El goteo de la cisterna dejaba un gusto de musgo en la garganta y una
larga y suave saudade invadió a los tres personajes que siguieron esperando.
-
¿No tardan demasiado?
-
Sí, quizás les hayan capturado.
-
Tranquilos.
Pero
eso era muy fácil decirlo, y una moto del Tele-Pizza pasó a toda velocidad por
una calle cercana, mientras comenzaba a llover muy suavemente, sin demasiado frío.
En
el belén había una fuente que manaba su agua verdadera gracias a un pequeño
motor que apagaban por las noches. Había también una serie de bombillas que
simulaban hogueras que no ardían e incluso una figura trágica de un leñador que
nunca llegaba a cortar el tronco con la sierra empuñada por su brazo articulado
que se movía adelante y detrás en una tarea inútil que sobre todo daba pena por
su esfuerzo estúpido, como decía siempre el padre con una mirada maliciosa.
-
Pues a mi me gusta – le replicaba la madre.
-
Claro, la compraste tú...
-
Pues mucho mejor que el de los toneles. Que parece que no pudieras olvidarte
del vino ni siquiera en el Nacimiento.
Y
una vez dicho esto, los niños rápidamente huían, pues sabían ya de sobra que
después de las palabras venía la tormenta que podía durar horas.
-
¿Sigue lloviendo?
-
Sí, eso parece.
Y
siguieron allí acurrucados bajo las sombras de las palmeras de pega que se abrían
hacia el desierto que recogía todas las distintas tipologías de los libros de
geología: el arenoso y el pedregoso, hecho éste último con montoncitos de
piedras sonrosadas que el verano anterior habían recolectado una mañana de
viento excesivo, en Almería.
-
¡Escucha!
Y
se volvió a oír aquel sonido metálico.
-
Parece un...
Ciertamente,
parecía. Como en las películas, se escuchaba el ruido de un preso en Alcatraz,
serrando los barrotes de su celda con una gran lima.
-
¿Ves como tenía razón? Lo han apresado – dijo uno de ellos, el más joven.
-
Psss, calla – le contestaron los otros dos mientras el Caganet parecía que
hubiera cenado judías por todo lo que seguía obrando en un silencio sin pedos
pero continuo.
Lo
habían comprando aquella misma Navidad, en la Plaza Mayor.
Estuvieron a punto de morir aplastados por la multitud que celebraba las fiestas
apiñándose en las mismas calles de la ciudad y comprando mucho.
-
Vamos a Cortilandia.
-
¡Ni lo sueñes! – le había dicho la madre con el estómago encogido por el
recuerdo de aquella película (¿la Gran Familia se llamaba?, quizás) y la escena del
abuelo desesperado llamando a Chencho con la misma voz rota con la que, años
antes, había prometido muchas cosas encima de un balcón del Ayuntamiento.
Y
se habían ido tras comprar el Caganet, y para que parase de llorar la madre,
pero ya en el barrio, accedió a entrar a una tienda de veinte duros (ahora Todo
a un Euro; la inflación no existe o, como mucho, el culpable es el pollo) para
comprar al mas pequeño una bolsa de indios y vaqueros que, tras el incidente de
las inundaciones y cambio en el puesto de jardinero, ahora estaban enterrados
entre las piedras del desierto, junto a las palmeras en donde comenzaron su
camino los Reyes.
-
¿Y si nos vamos?
-
Espera, espera un poco – le decía el negro.
-
¿Y Mel...?
-
Psss. ¡Nada de nombres! M. ha ido a buscarlo.
Y
el ruido metálico volvía de nuevo.
En
la oscuridad y el silencio sonaba excesivo y retumbaba sobre toda la pradera de
musgo seco, espantando suavemente a las ovejas que pastaban junto al portal.
Más
allá de ellas estaba el castillo de Herodes y sus fortificaciones de cartón
piedra que guardaban dos soldados de armas de alambre que, por efecto de la
perspectiva, eran más pequeños que las ovejas y debían protegerse de ellas por
unas alambradas que el hijo mayor hizo con el alambre que al padre le sobró. Lo
hizo por pura lógica, más que por necesidad, pues parecía improbable que
Rogelio, el hámster, tuviera esas apetencias de pacifista militante y quisiera
comerse a la tropa del imperio más poderoso del mundo. Por el momento no había
dado ninguna prueba de ello, aunque ya se sabe, decía el padre riendo con
alguna copilla de más: la Resistencia debe ser clandestina hasta que no lo sea.
-
¿Qué quiere decir eso, papá?
-
Nada, hijo, tonterías – decía la madre mientras le quitaba la copa de la misma
mano con un gesto mudo de protesta.
-
¿Llora alguien?
-
¿Qué?
-
No, nada, me parecía que... Mira, por ahí viene.
Medio
empapado por la lluvia tierna.
-
¿Qué pasa?
-
Nada, todo está bien; sólo tenemos que esperar.
-
¿Esperar a qué?
-
A la señal.
Les
dijo eso y luego quedó en silencio, escuchando el ruido de metales cortados que
rasgaban el aire quieto de la habitación. A lo lejos se oían tenues ronquidos,
y más lejos, casi tanto que era una especie de sueño, la lluvia blanda que
mojaba los cristales.
-
Me he empapado.
-
Pero a donde fuiste.
-
Psss, calla, que ya empieza.
Y
alguien muy despacio se empezó a incorporar en el teatrillo del belén.
-
Es él – dijo.
El
Caganet que, tripas vacías y enorme satisfacción en el rostro, se subía los
pantalones, anudándoselos con una cuerda.
Luego
sonó un silbido largo y uno corto. Uno largo y uno corto, para que todo
empezara.
Y
los soldados de plástico, indios y vaqueros, se desenterraron del desierto,
renaciendo con virutas de serrín que se adherían a sus nuevas indumentarias de
pañuelos de cuadros cubriendo las cabezas y monos de soldados, camuflados.
Aún
bajo la sombra de las palmeras se organizaron y, reptando, se fueron hacia el
portal evitando el polvo de los caminos.
-
Ya vienen.
Con
el Caganet a su mando que ya no se recataba de nada y hablaba un catalán espeso
en el que apenas si se distinguían cosas. Apenas si la palabra Independencia.
- ¡Liberad a
los pueblos oprimidos del yugo de sus conquistadores!
Y detrás suyo
el resto de los palestinos con retratos de Arafat colgados como escapularios
que se balanceaban sobre el pecho.
- ¡Por los
pueblos libres, collons! – gritaba mientras el resto del belén se ponía en
movimiento y en el castillo de Herodes había un gran revuelo de dos soldados
chiquititos que cambiaban su uniforme por otro judío y sacaban los tanques
camuflados bajo las eras.
Los palestinos
habían comenzado a hacer explosionar las bombas que habían colocado en los
caminos, e incluso uno, disfrazado de pastorcillo, se acercó al castillo y se
voló con una bomba adherida a su pecho. Con su vida se fue, también, un lienzo
de la muralla para estrépito del salón que empezó a iluminarse con hogueras
verdaderas de serrín ardiendo.
- ¡Es la
guerra! – gritaron junto al portal.
Y aquel que llevaba unos toneles en una carretilla
los soltó de golpe contra los tanques judíos que avanzaban hacia el niño para
repetir, una vez más, la matanza de los inocentes, que unas veces aparece en
los evangelios y otras se llama Auschwitz
o el campo de
refugiados de Ramala.
Da lo mismo.
Era igual. Los
magos de Oriente procedían de un lugar remoto de las mesetas inhóspitas del
Iraq o Irán. En realidad, lo mismo daba. En aquel mismo momento inmensos
aviones yanquis que ellos habían confundido con extraños fenómenos celestes
comenzaban a bombardear sus palacios bajo la excusa de almacenar armas
terribles, como la misma paz, o incluso peores, como era la sabiduría.
- ¡Otra vez la
guerra!
O acaso
siempre la misma, y las casas que el padre había puesto en el torrente para
desesperación de mamá y su alfombra, comenzaba a arder bajo el desastre de las
bombas incendiarias que caían de la estrella de Belén convertida en un F-14 de
alta tecnología avanzada.
En una pura
confusión los pastores se despojaron de sus falsos vestidos.
- ¡Por LA VERDAD !
- ¿Qué verdad?
- La nuestra,
por supuesto. La ÚNICA VERDAD VERDADERA.
Y unos eran
fanáticos muyaidines armados y otros judios de luengas barbas. Eran yankis que buscaban
armas prohibidas sin recordar que eran ellos mismos los que las fabricaban;
romanos y cartagineses confundidos de guerra que gritaban:
-¿Viva la
cuarta Guerra Púnica!
- ¡Viva la Guerra del Peloponeso!
- ¡Viva la Guerra de los Seis Días, de
los Ocho, de los Quinientos uno!
O la del Yonkipur
o la civil española. La batalla de Inglaterra, las médicas o la particular e
intensa del padre de familia que venía a veces borracho y en la intimidad de la
habitación conyugal pegaba a su mujer en silencio, con su propia mano en la
boca para que no se le escaparan los gritos que le nacían dentro y cortaban con
su filo.
Pues da lo
mismo.
Parece Navidad pero en el fondo solo es el Corte Inglés y el resto de
las miserias sigue habitando en nosotros mismos…
(Continuará?)
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