Desde hace ya algún tiempo, en las calles que se acercan a la Plaza Mayor de Madrid, se pueden leer unos grandes carteles en donde se informa al ciudadano que entra en una zona de videovigilancia. Todos sus actos quedarán grabados y conservados por un tiempo en pro de la seguridad.
Este ejemplo no es único y en las proximidades de embajadas, sedes oficiales, bancos, policía, grandes cruces, barrios enteros… podemos encontrar estas cámaras que nos miran fijamente, sin pestañear jamás.
Contado así, la realidad parecería el Gran Hermano de Orwell ¿Dónde estarán nuestras imágenes circulando? ¿Para qué se utilizarán? ¿No están haciendo una campaña en televisión para que los jóvenes no dejen sus imágenes en las redes sociales? ¿Para qué nos graban entonces?
De la misma forma, ¿quién no ha tenido la sensación de sentirse como un peligroso sospechoso en los controles de los aeropuertos con su ridícula bolsita de congelados para los líquidos contados y medidos, o quitándose el cinturón o los zapatos ante el pedido insistentemente del detector de metales? Incluso en el Museo del Prado te pueden cachear electrónicamente si has cometido la gran incorrección de no sacar las llaves del bolsillo.
Y es que en nuestras sociedades occidentales, como ya anunciaba Bauman, la seguridad se ha convertido en la gran prioridad. ¿La seguridad o la sensación de seguridad? ¿Qué pretendemos? ¿Cómo se pueden eliminar todos los miedos que nos acechan, tanto reales como imaginarios como los de los correos electrónicos que nos mandan mensajes diarios de un Apocalipsis ineludible?
Es la llamada ecología del miedo (Mike David, 1998, La Ciudad de cuarzo), las ciudades carcelarías obsesionadas por la seguridad, precisamente esa seguridad que el injusto reparto de la riqueza de raíz neoliberal está eliminando, asustando a los grupos triunfadores de estas políticas que se escondes en sus islas de seguridad (CDi) o monitorizan el espacio público para domesticarlo de todo aquello que no sea correcto
Pero regresemos a la ciudad vigilada, pues ya no son sólo las administraciones las que colocan cámaras, sino que este control panóptico del que ya hablara Foucault se extiende a centros comerciales, a tiendas, hasta a los mismos portales que nos avisan con su cartel de que estamos en una zona videovigilada y podemos dirigirnos para proteger nuestros derechos a tal o cual dirección digital. ¿Tendremos tiempo para consultarlas todas y dejar en ellas un mensaje de me pueden dejar de grabar de una puñetera vez?
Y es que la ciudad está perdiendo su anonimato (una de sus grandes formas de libertad) para convertirse en una especie de videojuego gigantesco en donde nuestra imagen se replica en miles de espejos que serán utilizados… ¿Verdaderamente sólo serán utilizados para nuestra propia seguridad?
¿Ninguna empresa utilizará las informaciones para corregir su marketing, buscar nuevas formas de publicidad? ¿A nadie se le ocurrirá la malévola idea de montar las imágenes? ¿Todos somos tan justos?
Si queréis seguir pensando sobre el tema podéis consultar
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