En su segundo viaje a Italia, Velázquez ya no acudió a aprender. Delegado ante el Papa, tal vez espía, comprador de obras de arte y vaciados de escultura clásica; éstas eran sus misiones.
Durante este segundo viaje a Velázquez aún le dio tiempo a enamorarse de una oscura dama (pintora la pretende Paco Robles) con la que llegó a tener un hijo, a la vez que pintaba a su esclavo mulato Juan Pareja para asombro de la Academia de los virtuosos del Panteón y que él sólo realizó para hacer mano esperando pintar a una parte de la curia (el famoso barbero del Papa) y al propio Inocencio X que tanto le ayudaría en los años posteriores con dos bulas para que no se investigara su pasado judío ni se tuviera su condición de pintor para el hábito de Santiago con el que aparece en las Meninas.
De toda esta frenética actividad pocas cosas nos quedan en el Museo del Prado, y una de ellas apenas si es siquiera mirada por los turistas.
Se trata de un vaciado en bronce de una obra helenística que representa a un hermafrodita desnudo de carnes blandas y sinuosas (como es habitual en la época) que según el lado que elijamos para contemplarlo nos dará un sexo distinto (algo que horrorizaría a un escultor clásico pero que entusiasma a los helenistas, siempre ávidos de novedades y contradicciones).
Pero este hermafrodita dio aún más jugo, y fue el modelo para uno de los mejores cuadros del autor, realizado en Italia.
Uno de sus escasos desnudos que también es un retrato (el de su amante romana) que a su vez es toda una meditación sobre el tiempo que acaba con la belleza (como nos muestra su espejo empañado).
Supongo que a muchos ya les sonará, para los que aún no simplemente hay que entrar aquí y observar el perfil de la Venus del espejo y observar de donde sacó el perfil curvilíneo de su espléndida espalda
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