¿No son abstractos todos los jardines japoneses?
Ya hemos hablado en otras ocasiones de Kawabata y de su maravilloso estilo, casi como el que cincela, con sumo cuidado, las miles de facetas de un diamante.
En esta novela el lector lo volverá a encontrar, pero también encontrará muchas otras cosas.
Se sumergirá en la melancolía como una forma estética (especialmente cara a la cultura japonesa) que celebra la vida pero no olvida nunca el pasado, valora el paso del tiempo como forma de dar dignidad a las cosas a la vez que las va destruyendo lentamente.
Por eso, nada mejor que elegir Kioto, la gran capital del imperio japonés durante más de un milenio, que ya ha cedido su trono a Tokio y se debate entre la conservación de su pasado (una y otra vez reanimado, aunque cada vez de forma más melancólica, con los festivales que hacen girar el año) y la modernidad. Una ciudad llena de nostalgias.
Nada mejor tomar la propia época en donde la tecnología y la industrialización va eliminado las formas artesanales de los protagonistas (tejedores, diseñadores de obis y kimonos) e invade las tiendas tradiciones de aparatos electrónicos que son el envés (real pero también simbólico) de toda una larga forma de entender el mundo, como el mismo hecho de introducir diseños de Klee o de Kandinsky en los tradicionales obis.
Pero si por algo recomiendo este libro es por lo que le puede aporta a un occidental de conocimiento del jardín japonés.
Durante toda la obra sus protagonistas celebrarán el mundo (y a ellos mismos; "el color de los cerezos llorones floreció en lo profundo de su corazón") a través de la contemplación de los cerezos en flor, de las plantaciones de cedros, de los jardines de alcanfores...
A través de sus páginas podrá comprender el aspecto puramente intelectual de la naturaleza convertida en jardín, pues hasta los propios cedros son eliminados de sus ramas para crear troncos rectos a la vez que convierten el bosque en una composición humana.
Una Naturaleza (y con ella el propio tiempo al que se encadena) que es manipulado hasta conseguir un producto mental (igual que la arquitectura occidental manipula el espacio en bruto para darle forma precisa).
Ante este producto lentamente conseguido (pues la prisa no entra entre el catálogo de prioridades del mundo japonés tradicional, justo lo contrario que en la actualidad) el hombre no debe mirar (actividad puramente física) sino contemplar (con todo su ser, dejándose impregnar por el mundo circundante), para reencontrarse en una flor, incluso la elegancia de una flor caída al suelo por una tormenta, aceptando así tanto la belleza como su continua evolución.
Es toda un estética de lo sutil, que desprecia los tulipanes por sus vistosos colores y se ensimisma en las flores y las hojas de dos violetas que arrojaban una sombra leve sobre el verde nuevo del musgo que cubría el tronco.
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