lunes, 10 de febrero de 2025

Clara y la penumbra. Un mundo de arte humano

 Allí estaban los revitalizantes, exfoliantes, hidratantes, suavizantes, bruñidores, barnices, tensadores y pulidores. Allí estaban también los hipotérmicos, hipertérmicos, protectores, flexibilizadores y anestésicos. Y las bombillas de repuesto, claro. Susan era una Lámpara diseñada por Piet Marooder. Necesitaba bombillas. 

(...)

Se sentó en el Sillón de Opphuls que quedaba libre y apoyó los codos en las manos sudorosas y los brazos rígidos del mueble. El Sillón respiraba bajo su trasero. Era una sensación curiosa, como estar sentado sobre un tonel flotando en un mar en calma. El mueble estaba desnudo y se doblaba en bisagra con la espalda apoyada en el suelo, los brazos en alto y el culo empinado. Sobre éste se colocaba una pequeña plancha forrada de piel. Eso era todo. Las piernas alzadas servían de respaldo. Se trataba de objetos fuertes, de complexión atlética, pintados en pardo, perfectamente entrenados. Los había de ambos sexos. El suyo, a juzgar por la forma y tamaño de los miembros superiores, podía ser masculino. Intentó no moverse demasiado ni hacer gestos bruscos: se había sentado varias veces en Sillones de diferente sexo y edad, pero siempre los había tratado con delicadeza y respeto. 

Una fina cubertería desnuda se movía de aquí allí. Eran Vajillas de Droessner. Tenían entre quince y dieciocho años y eran todas femeninas a primera vista, a menos que fueran transgenéricas, lo cual Bosch no descartaba. Habían sido untadas con una capa de nácar líquido de la cabeza a los pies sobre la cual Droessner había trazado una sutil filigrana de pájaros azules posados en ramas u hospedados en nidos. Había pájaros en los senos, en la espalda, en las nalgas y el abdomen. Llevaban cobertores auditivos y visuales, y por lo tanto estaban sordas y ciegas, pero aun así su trabajo era impecable. Recorrían el salón en un círculo inacabable, al estilo Escher, sosteniendo pequeñas bandejas con bebida y comida. Cada cierto número de pasos previamente calculado se detenían ante un invitado e inclinaban la bandeja. El invitado podía aceptar o no el ofrecimiento. Lo único que no podía era tocarlas: no eran adornos interactivos. «La Vajilla lujosa no se toca —pensaba Bosch—, ni siquiera aquí.»

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En el techo brillaba una Lámpara bisexual de Du Perrin, en las esquinas lucían más Lámparas, casi todas femeninas, así como Mesas y Aderezos. Bosch se preguntó a cuenta de quién recaerían los gastos de aquella carísima decoración. «¿Fondos de cohesión otra vez?» Jacob Stein y April Wood fueron las ausencias más notables. Por lo demás, el «gabinete de crisis» estaba intacto. El Hombre Clave, que seguía encaprichado con la Bandeja de dulces, se apresuró a resumir el tema de la reunión con una frase espectacular: —Rip van Winkle ha capturado a El Artista con un error de menos del cero, coma, cero cinco por ciento. Puntualicemos. Cero, coma, cero

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Ya nada nos diferencia de nadie, Lothar. Tengo en mi casa un retrato en cerublastina de Avendano. Es exacto a mí, tan exacto como un espejo, pero el modelo que sustituye al original este año es ugandés. Está en mi despacho y lo miro todos los días. Veo en él mis facciones, mi cuerpo, mi propio aspecto, y pienso: «Dios mío, por dentro soy negro». Nunca he sido racista, Lothar, te lo aseguro, pero me parece increíble verme a mí mismo y saber que por dentro, bajo mi piel, hay un negro oculto, y que si araño una de mis mejillas con la fuerza suficiente veré aparecer al ugandés detrás, inmóvil, a ese ugandés que llevo dentro y que ya no podré expulsar aunque quiera... entre otras cosas, porque el retrato es de Avendano y cuesta un huevo, ¿sabes?


Clara y la penumbra. Jose Carlos Somoza.

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