Uno de los libros que más han influido en el pensamiento (tanto de las Ciencias Sociales como arte o urbanismo) es La modernidad líquida del sociólogo Zygmunt Bauman.
Su idea central es que el tiempo ha ido acelerándose con la modernidad (siglos XIX y XX) hasta llegar a un punto en el que casi ha dejado de existir. Así, frente a las certezas, las ideas inamovibles del proyecto que se había iniciado en la Ilustración hemos pasado a un tiempo llamado postmodernidad en donde todo es efímero, todo está en constante cambio y, ergo, todo se constituye en insignificante, leve, absolutamente informe como el propio líquido…
Como ejemplos a esta teoría habla de la moda y su constante reciclaje, de Internet y su transmutación contínua, de nuestras relaciones sociales (cada vez más abundantes pero menos intensas), de nuestros constantes movimientos (el turismo más como huida que como encuentro), de la falta de verdaderas normas (todo puede valer, según la circunstancia…). Por eso llama a esta nueva modernidad líquida, pues es como el agua, se adapta sin problemas a cada nuevo recipiente al que se echa. Es, además, algo fluido, que se puede tocar pero no coger, pues se escurre entre los dedos.
En realidad la idea es mucho más compleja y arranca desde el propio Nietztche pasando después por los llamados deconstructivistas (Derrida, Lyotard), pero el mérito de Bauman ha sido encontrar una metáfora de gran fuerza visual para representar nuestros hábitos de consumo cada vez más intensos y móviles, de la necesidad continua de nuevas sensaciones… pues nuestra vida ya no sería un proyecto conjunto sino una sucesión de momentos, inconexos unos con otros.
Quizás sea la ciudad (más que en las artes plásticas) en donde mejor se comprende este concepto. En ella todo está en continuo cambio y movimiento. Nos movemos para comprar, para hacer turismo, para ir al trabajo o para divertirnos… Realmente, más que vivir en la ciudad, pasamos gran parte del tiempo trasladándonos a través de ella (hoy en día, la felicidad se asocia con la movilidad y no con un lugar, Bauman)
Además, la propia ciudad en sí es también líquida y cambia y se adapta constantemente, ya sea de forma individual como institucional. Los distintos gobiernos y empresas están constantemente interviniendo en ella para construir servicios o remodelando zonas, siendo la obra uno de los rasgos de lo urbano frente a la estabilidad, la resistencia al cambio de lo rural.
En lo que se refiere a las personas y sus decisiones individuales aún complican más el proceso. Hoy en día, acosado por la crisis, podemos ver cómo abren y cierran locales casi de un día para otro, se ponen de modas zonas mientras otras entran en declive, cambia constantemente el vecindario de nuestros bloques de viviendas…
Ante toda esta situación, nuestro marco de vida deja de ser algo estable y duradero (como era en siglos pasados), y nos encontramos en un teatro de escenarios cambiantes, sobresaturados de nueva información que, según dice Michaud (uno de los grandes críticos de arte de la actualidad) han hecho que sustituyamos la mirada tranquila sobre las cosas por el simple escaneo, una actitud muy parecida a la que tenemos ante internet, en la que entramos y nos movemos sin profundizar demasiado en la información, saltando de un contenido a otro a través del hipertexto (Baricco habla de surfear sobre los contenidos)
Frente a ello, a la cantidad de cambios y nuestra actitud que, saturada de información, nos anestesia la percepción como una forma de control psíquico, es sumamente importante que volvamos a tener conciencia de nuestro entorno, siendo conscientes de los cambios.
Se trata de un ejercicio muy simple. Si cogéis una cámara de fotos y retratáis vuestro entorno durante unas semanas, muy pronto comenzaréis a encontrar cambios, al principio minúsculos, pero que si los marcarais en un plano durante alguno meses, encontraríais cada vez una mayor trama de puntos rojos. Os daríais cuenta entonces de la fragilidad del ambiente en el que vivimos, un pequeño ejemplo de lo que ocurre en todos los ámbitos de nuestra sociedad en cambio permanente. Si aún queréis verlo mejor, preguntad a gente más mayor del barrio que os cuente los cambios: la diferencia será entonces abismal.
Y es que la ciudad es un organismo vivo (así lo fue siempre) pero ahora superacelerado por el capitalismo globalizado que con sus migraciones, flujos comerciales, necesidad de nuevos productos y servicios…, y nuestra actitud, cada vez más deseante de nuevas sensaciones y novedades.
Esto ya lo empezaron a entender Benjamin (del que hablaremos una y otra vez, pues es uno de los pensadores que mejor pensó la ciudad) o los propios futuristas, que a principio del siglo XX se marcaron como lema la velocidad y el cambio, la destrucción de lo antiguo (¡hundamos Venecia!) y una nueva forma de percibir el mundo (prefiriendo una ametralladora o un bólido de carreras a la Victoria de Samotracia).
Esto ya lo empezaron a entender Benjamin (del que hablaremos una y otra vez, pues es uno de los pensadores que mejor pensó la ciudad) o los propios futuristas, que a principio del siglo XX se marcaron como lema la velocidad y el cambio, la destrucción de lo antiguo (¡hundamos Venecia!) y una nueva forma de percibir el mundo (prefiriendo una ametralladora o un bólido de carreras a la Victoria de Samotracia).
Estas declaraciones fueron, en gran parte, un tanto utópicas, pero nos estaban anunciando el futuro de una metrópolis que avanza más rápido que sus propios habitantes, generando planes de intervención a menudo con retraso ante los nuevos cambios. No tenéis que ver más que el cuadro de Balla (de los años 10 del siglo XX). La ciudad ha dejado de existir en sus estructuras estables y se ha convertido en flujos. En las propias estadísticas importan ya más estos movimientos que las propias personas, siendo el transporte lo esencial en la ciudad y el movimiento como una verdadera forma de vida
Si queréis saber más de esta modernidad líquida hay un buen artículo (el prologo del libro) en:
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