Sólo un pintor en la historia, Rembrandt, llegó a realizar tantos autorretratos como Van Gogh, una serie completa desde la juventud hasta la más absoluta vejez que nos ha servido para saber de sus anhelos y estados de ánimo durante casi medio siglo.
Rembrandt
Sin embargo, los autorretratos de Van Gogh poseen algo sumamente especial, pues en realidad no son verdaderos cuadros, sino una elaborada estrategia: la de vigilarse a sí mismo y a los síntomas de su enfermedad mental que avanzaba en su interior.
Como es sabido, el pintor comenzó a experimentar sus primeros estragos cuando residía en Arlés, e incluso tuvo que ser internado en el hospital, hoy un maravilloso edificio entre jardines dedicado a su vida y obra.
Durante estos episodios perdía el control de sí mismo durante días y en una ocasión se intentó comer un bote de amarillo limón. Se volvía agresivo, como ya pudo comprobar el propio Gauguin (y también su oreja, que fue cortada y enviada a una prostituta de la que estaba secretamente enamorado) y durante horas era perseguido por terribles alucinaciones que, al terminar la crisis, le dejaban en un estado de postración extrema.
Muchos médicos han intentado diagnosticar la enfermedad de Van Gogh. Las conclusiones nunca han llegado a ser unánimes, aunque puede suponerse que su origen estuvo en una sífilis mal curada o simples crisis nerviosas acrecentadas por su ritmo de vida de trabajo extenuante, sus malas y escasas comidas, y el abuso del café, el alcohol y el tabaco.
Lo cierto es que Van Gogh no estaba loco, como es habitual oír aún delante de sus cuadros. Tenía episodios de, llamémosle, locura. Pero sólo eso, episodios puntuales que cada vez se fueron repitiendo más frecuentemente. Durante ellos no pintaba (realmente no tenía conciencia de nada). No es, por tanto, un pintor loco, sino un pintor amenazado por la locura, aterrorizado por la llegada siempre imprevista de la crisis.
Por ello la estrategia de vigilancia de los autorretratos. Una búsqueda (en el fondo inútil) de encontrar los orígenes de su mal, el tiempo que le quedaba aún hasta su siguiente recaída. Con su mirada, tensa, irritada, nos pregunta a gritos qué será lo que le depare el futuro. Pues dentro de toda esta imagen tan dura sólo está un profundo miedo, el niño que nunca llegó a comprenderse del todo que fue siempre Van Gogh.
Si nos fijamos bien en el cuadro hay dos aspectos que seguramente nos llamarán la atención. Por una parte su barba anaranjada, por otro, el fondo lleno de ondulaciones.
Van Gogh era pelirrojo (el signo del diablo, como se decía desde la Edad Media), pero no tanto. Podemos ver otros cuadros suyos y podremos ver como su pelo no tenía la intensidad de este cuadro, lo que nos lleva a comenzar a emprender cual fue una de las primeras aportaciones que tuvo su pintura para el futuro siglo XX.
Como ya decía Gombrich, Van Gogh descubrió los poderosos efectos emocionales que tenía el color, tanto por saturación (dando tonos puros y llenos de tensión) como por contraposición (hasta el momento nadie se había atrevido a unir colores complementarios como el azul y el naranja con tal sinceridad, prescindiendo de los tonos intermedios). De esta forma los colores, en vez de armonizarse entre sí (como era habitual en la pintura clásica), luchan entre ellos, intentan imponerse en la retina del espectador que es incapaz de verlos a la vez y debe moverse de uno a otro, sin posibilidad de una síntesis (Este efecto debía ser aún más intenso en los años de vida de Van Gogh, pues su uso de colores de baja calidad han hecho que el cromatismo de los Van Gogh se vaya apagando según pase el tiempo, haciéndolo más agradable pero perdiendo en intensidad).
Por otra parte nos habíamos fijado en el fondo. ¿Qué es lo que pasa con él, por qué nos atrae un tema tan sumamente secundario?
La clave se encuentra en lo que decíamos un poco más arriba. Van Gogh, cuando pintaba, no estaba loco. No, sólo aterrado, pero con la suficiente lucidez como para saber transmitir esta angustia por métodos puramente plásticos. O sea, que sabía muy bien lo que hacía, se daba cuenta de que, si quería contarle al espectador su angustia interna, debía utilizar ciertos trucos con los que estaba hiriendo de muerte el arte tradicional.
En este arte clásico el fondo servía para llamar la atención del retratado (como haría constantemente Rafael) o, de una forma casi inconsciente para el ojo del espectador, dirigir la mirada a algún punto de interés del autor. En este punto tanto Rembrandt como Velázquez fueron los grandes maestros. Si se observan sus fondos no son monócromos (aunque así podemos recordarlos) sino llenos de matices y luces que remarcan, como halos, la cabeza, un gesto…
Rembrandt. Autorretrato
Se trata de un efecto de post-imagen que nosotros ya explicamos aquí a propósito del Greco, que animaban la imagen principal sin que el espectador sea verdaderamente consciente del método.
El Greco
Van Gogh llevó esta técnica a un grado mucho más exasperado, haciendo luchar fondo y forma como ya había hecho con los colores para que el cuadro se llenara de energía y comunicase su ánimo alborotado por la inquietud. Un truco más de su excelente oficio: llenar de formas espirales que se mueven con frenesí, penetrando en su propia chaqueta. Así ya lo había hecho en la famosa Noche estrellada en donde el movimiento del Universo es de tal magnitud que termina por dar vértigo.
Aún más, si nos fijamos en el cromatismo de este fondo, volveremos a encontrarnos que se vuelven a mezclar sin unirse, los tonos cálidos anaranjados sobre una forma esencialmente fría (verde azulada). Igual que puede verse en la cara, la pugna del naranja de la barba con las sombras verdosas bajo el ojo, la realidad ya no se copia como ven los ojos. Por el contrario. El mundo visual ha estallado en pedazos para reconvertirse en formas y colores imaginados por el autor. Recursos que utiliza en plena libertad para transmitir un mensaje
Y es que el camino a la modernidad se inició mucho antes de lo que normalmente creemos, y sus primeros pasos lo dieron los postimpresionistas (Cezanne, Gauguin, Van Gogh…). Fueron ellos los que le dieron a la mirada, como dice Jesús Chaparro, una forma nueva. Fue el triunfo de la subjetividad, de la mirada personal que renuncia a un mundo de puras apariencias del que el hombre debe sospechar, pues la única verdad a la que nos podemos agarrar (como nos sigue ocurriendo en este momento) es la que tenemos nosotros. Un simple fragmento, una vista del mundo acaso deformada pero profundamente nuestra. La única que nos queda tras la muerte de Dios que predijo Nietzsche. El hombre se ha quedado sólo, sin más certezas que las suyas propias y sólo puede intentar la reconstrucción de la realidad apelando a su corazón o a la geometría (como haría Picasso), a su subconsciente (los surrealistas) o a la música (Kandinsky)
Por todo ello Van Gogh nos sigue atrayendo. Por que en el fondo es uno de los primeros que nos muestra esta terrible fragilidad humana, su incapacidad ante un mundo que ya no tiene control y se mueve en espirales sin fin a nuestras espaldas, amenazándonos sin cesar
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