miércoles, 15 de abril de 2020

AQUELLAS PRADERAS AZULES. Sembrava un angelo,... Emma 1

DALE AL PLAY Y SUEÑA CON BARROCOS Y ETERNAS


Parecía un ángel, toda ella rubia y con sus largos dedos de uñas rojas como fresas sobre la almohada.
Emma.

Había tanta belleza en Roma que yo, al conocerla, la sentí como una iglesia más que me abrió sus puertas para entrar a sus húmedos interiores llenos de cuadros de santos innombrables en la penumbra acogedora, llena de ecos y recuerdos, como un escondido órgano sonando en fugas interminables, cada vez más rápidas en el morado transcurrir del tiempo en un viejo apartamento de Roma, muy cerca del lugar en donde se hospedó un Mozart adolescente que trascribió con una sola audición el miserere de Allegri, en el Vaticano.
Emma

Como a un escote imaginado, yo me asomaba a su estrecho patio de luces y escuchaba el crujir de aquel edificio que una vez fue palacio para luego convertirse en pequeños apartamentos que sólo guardaban el prestigio de su fachada, con aquellos inmensos ojos azules y ese vestido de un verde imposible, mientras taconeaba con la aguja fina de sus zapatos los adoquines de Roma y, luego, 
hacer crujir el somier antiguo mientras las vigas de madera se estremecían con tu risa de palomas alocadas que dejabas volar cuando el amor se te acababa, convertido en un leve rocío en el vientre y las piernas. 

Ocurría esto en la habitacion en penumbra, resguardada del sol y los turistas que sólo desaparecían al caer la tarde y nosotros, entonces, ocupábamos la ciudad. 
La hacíamos nuestra en los rincones más insospechados que ni siquiera Enzo conocía y muchas veces cenábamos en lo que fuera el estudio de Canova, rodeados por los calcos a tamaño natural de príncipes y papas mientras ella sorbía el último tercio de sus spaguetti con aquellos labios rojos y el mundo se paraba, pues realmente parecía otra cosa, y teníamos que buscar las oscuridades del Parco Borghese convertidos en sátiros y ninfas.

Otras veces, sin embargo, nos llegábamos al Celio y buscábamos todos los grumos del tiempo que lo habitaba desde hacía siglos y ahora empezaban a salir despavoridos ante las tuneladoras de la línea tres. Pasábamos algo de miedo incluso ante las tapias de San Stefano o en los patios oscuros de Santi Quattro Coronati, alucinados por los fantasmas del Papa San Silvestro, por los mitreos subterráneos o el mismísimo sacco de Roma (¿o era tal vez el saqueo de Alarico?) qué hizo de las calles arroyos de sangre y coágulos, como si cada luna todo hubiera de volver a empezar pero muriendo primero.
Eros y thanatos, recuerdo que me decías.

Eso y que todas las iglesias tienen puertas traseras que llevan a los ámbitos privados de sacristía y otras habitaciones sin la simple caridad de un nombre en donde, a veces, duerme una escultura de Bernini, justo por encima de las morbosas catacumbas en donde la muerte de una religión extremada dio vida a las más inverosímiles leyendas piadosas que ahora son consumo de aquellos miles de deleznables turistas con sombrero de paja y coca cola en la mano que tu odiabas. 
¡Cazzo!
¡Dio santo!

Pues tú amabas a Dios y te estremecías de pecados capitales con el jazz azul que escuchábamos en el Cotton Club y el Bid Mamma (transportando a Italia todo lo que aprendí en el Galileo y el Clamores con Diana) . Querías creer aún a pesar de toda esa Iglesia que te lo impedía, y reaccionabas con desagrado ante aquellos calendarios de curas increíblemente guapos que debían estar a la venta en un sex shop gay, junto a los gladiadores de corazas musculadas, muy cerca de los vibradores que nunca me enseñaste pero vivían en el cajón de la mesilla de noche junto a otros secretos como el tinte rubio para esconder las raíces hasta que Fabio te pudiera dar hora en algún hueco entre clases, allí, en la Sapienza, bajo la formas atormentadas de Borromini que capturó un pedazo de espacio libre hace más de 400 años, y lo hizo con tal maestría que aún no ha podido escaparse y tiene todavía los gritos de las vendedoras de pescado y el olor de sus manos manchadas de vísceras de 1600
Signore, vuoi questo p
Si, un pulpete para il mangio di

O Salmonetes, como le gustaban a Montalbano, aquel investigador siciliano que se inventó a un escritor medio ciego para que contará sus historias que tu me enseñaste a leer, allanándome todos los obstáculos del dialecto que iba apuntando en una libreta durante la mañana para que luego me las tradujeras mientras hacías la pasta que a mí nunca me dejaste cocinar. 
Spagnolo. La pasta al dente, no como un chicle. 
E il pescato non porta mais formaggio. 
Oh Dio. 

Mais ti amo, me decías, convertida en ángel, tan parecido a ellos que te confundía en esta segunda vida prestada que vivía desde que huyera de España y de un matrimonio truncado y terminara en Roma, primero con Enzo y luego contigo, mi signorina, la que me recitaba los purgatorio de Dante entre gemidos, amándome de tal manera que pareciera que me odiaras conmigo dentro y a lo lejos, muy lejos, sonarán los compases del Padrino que se entremezclaban con las misas de Monteverdi o el Mesías con el que, hace muchos años, me recibió esta ciudad, la tuya, en algún momento la nuestra, 
Emma.

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