... casi por completo vacías en esta pandemia de virus y miedos, tan severos unos como otros.
Ciudades pasadas por un Photoshop que eliminara la presencia humana para convertirlas en postales postapocalípticas.
En puros escenarios turísticos ahora que esto es imposible
(pues ya todos viajamos, tan sólo, por las quimeras de las pantallas de televisión e internet)
Las palomas toman posesión del espacio cerrado de los parques, sin perros persiguiéndolas.
Y hay personas como espectros que se desplazan deprisa, mirando al suelo, y van tristes aunque el sol comience a calentar
pues, resulta (aunque parezca imposible) que es primavera, y los árboles comienzan a echar sus hojas sin miedo alguno al contagio,
y sólo (quizás) se encuentren algo perplejos ante la falta de ruido y el aire de repente muy limpio, mucho más transparente.
Tanto que el miedo se ve mucho mejor en los corazones humanos, igual que el hastío, y las envidias, y los hartazgos de gente conviviendo demasiado tiempo sin la misericordia de un paseo solitario.
Ocurre todo esto mientras las ciudades, autosuficientes, se sienten posibles por ellas mismas, y sólo en el instante de los cinco minutos de aplausos de las ocho de la tarde (a estas alturas, ¿en favor de quién?) se repliegan y esperan a que terminen por desaparecer los últimos acordes del Sobreviviré para volver a retomar su cetro y autosuficiencia reciente para...
¿Para qué sirve una ciudad sin gente más allá de ser el modelo (inquietante y terrible) de las plazas metafísicas de Giorgio de Chirico?
¿Para qué sirve una ciudad sin gente más allá de ser el modelo (inquietante y terrible) de las plazas metafísicas de Giorgio de Chirico?
Todas las ciudades
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