Una tarde de otoño, ya casi de pronta atardecida, de pronto, sin aviso previo, todos los pajaritos que viven en el fondo de los semáforos ayudando a cruzar a los ciegos, salieron de sus casas metálicas y revolotearon por encima de nuestras cabezas.
Eran pájaros sin cuerpo, sólo un gran piar de pollitos eléctricos, monótonos, como chicharras ecualizadas, que llenó el mundo de ruido. Un cielo de repente negro de tanto canto que duró sólo unos minutos, y un viento sin origen llegó hasta el parque con su calidad de huracán de bolsillo, borrándolo todo sin más remordimientos.
Luego, sin otra novedad que reseñar, anocheció rápidamente y empezó a llover hasta hacer del asfalto un dulce espejo de coches y sus luces
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