Top Gun. Esa puñetera película fue lo que echó a perder a mi generación, según David. El año 1986 fue increíble para el cine. Visto desde la distancia, pocos años pueden contar con semejante lista de estrenos. Para todos los gustos. Clásicos, superéxitos, películas de las que aún hoy se habla. Y todo en un solo año. Pero mi generación no se volvió ni antibelicista por Platoon ni mística por La misión. Lo único que quisimos todos fue ser como Maverick en Top Gun. Queríamos ser perfectos, triunfadores, llevar una maravillosa cazadora de cuero y unas Ray-Ban que nos sentaran de maravilla y pilotar cazas como quien monta en bici y cabalgar sobre una Kawasaki y llevar a una chica de caerse de espaldas detrás agarrada a nuestra cintura y que a tu espléndida sonrisa la acompañase siempre de fondo una banda sonora épica.
Como aquella horrorosa canción. Take my breath away. De pronto, todos queríamos cortar la respiración. Pero la vida no es así. La vida, como la película, necesita un reparto de papeles. Algunos están destinados a ser solo Iceman, el chuleta paródico, el quiero y no puedo, la caricatura del héroe al que al final no le queda más remedio que rendirse ante la grandeza de este. Un patético y minoritario grupo. La gran mayoría, entre ellos yo, estamos destinados a ser Goose. El buen chico, el amigo simpático, el tipo con mujer mona e hijo mono, leal al héroe, de vida previsible y aburrida, un ser colateral, el secundario graciosete, un personaje que solo sirve para dar la réplica y morir cuando le venga bien a la historia legendaria de Maverick. Pero no, claro, veías la película y antes de salir del cine ya habías decidido que ni hablar de eso. Top Gun nos hizo rechazar ese destino natural. Ahora todos queríamos ser Maverick. Y eso no significa que quisiéramos convertirnos en pilotos de cazas. Me refiero más a un concepto. Así llamaba David a esa hambre insaciable de éxito exhibicionista. El concepto Maverick. Ser un triunfador.
Los viajeros de la Vía Láctea (Fernando Benzo)
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