Las esculturas de Irene Molina (Máquinas deseantes) antes de ser esculturas, fueron datos alojados en servidores, polígonos virtuales, líneas de código que circulaban por cables submarinos y discos duros.
Estos datos se convirtieron en formas que el vidrio hace ambiguas, formas que están casi sin estarlo, sometiendo al espectador a una contemplación líquida en donde las cosas se encontrarían a un sólo instante de convertirse en otras cosas.
Son imágenes fluidas que tienen tanto de natural (como hacían los modernistas) como de espiritual (generando en nuestro interior imágenes como hacen las nubes, y unas veces son pendientes de rocío y otras alas sin ángel que llevarlas).
Son texturas frías y duras que la mente quiere pensar blandas, llena de una calidez de ser en formación.
Esta es la larga apuesta de la escultora: pasar los datos a las formas y convertir esta materia cristalina en esbozos de vida (o de deseos, de nuestros propios deseos que nos surgen al contemplarlas)