En la costa atlántica marroquí, junto al fuerte de Mogador que Manuel I de Portugal había construido en su esfuerzo titánico por encontrar la ruta una ruta hasta las especias bordeando África, cercanos ya a Agadir, Sidi Ben Badía, sultán alauí, decidió crear una base para sus corsarios.
Muy pronto aquel puerto floreció y hasta él comenzaron a trenzarse los comercios transaharianos que atravesaban el Sáhara tanto hacia el oeste (Egipto) como hacia el sur (Tombuctú) que recalaban en Marrakech y buscaban en Essaouira una salida hacia el mar.
Sus plazas se llenaron entonces de esclavos nubios y sudaneses, de marfil, de goma arábiga y plumas de avestruz, de oro, de tejidos multicolores y cueros olorosos que competían con el mareo de las especias... Un sin fin de cosas, tantas, que alguna tuvo que ser fruto exclusivo de la imaginación.
La riqueza fluía y el sultán mandó traer negociantes judíos para administrarlas. Fueron ellos los que crearon una amplia judería o mellah que brilló con esplendor hasta mediados del siglo pasado, cuando la creación del Estado de Israel produjo una emigración masiva.
Desde entonces el barrio se ha ido poco a poco deteriorando, invadido por nuevos zocos musulmanes o simplemente abandonado a la suerte del salitre y los vientos del desierto.
Queda, sin embargo, todo un encanto secreto en sus cobertizos de luz azulada como si fuera una emanación interna.
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Pero sobre todo quedan sus puertas de piedra amarillenta sobre las que campean los símbolos de cada familia mosaica. Puertas azules, increíblemente azules, que más parecen un Matisse o un Yves Klein expuestos a los caprichos del sol y las sombras.
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Ésta es su mayor memoria, la intensidad de unos colores que tiempo va arrancando poco a poco; que son tan hermosos que no deberían perderse nunca.
Pues esto también es arte, una muestra de la sensibilidad más refinada bajo la luz de fuego del cercano desierto con la que los hombres que las pintaron afirman su voluntad de vivir pese a todo
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