1716. El Marqués de Vadillo, alcalde de Madrid, decide remodelar la explanada entre el Palacio real y la Casa de Campo. Para tal fin le encarga a un desconocido arquitecto la obra: Pedro de Ribera, discípulo de Ardemans.
Ésta será una de sus primeras obras en la que podemos ver perfectamente el paso intermedio entre el barroco castizo madrileño del XVII (el que generaron Gómez de Mora, el padre Bautista, ...) y las novedades centroeuropeas (ya marcadas por un incipiente rococó).
De la tradición recoge el ladrillo o los típicos tejados de pizarra en chapitel.
De ella también toma las ideas desarrolladas en las pequeñas ermitas que Carbonell había realizado para el Buen Retiro.
Ermita del Palacio del Buen Retiro
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Sobre ellas comienza a experimentar con su decoración carnosa, profundamente incidida por la luz en la línea que estaba marcando Churriguera o su maestro Ardemans (suyos son los orejones de la puertas, la decoración de placas...), a la que empieza a poblar de rocallas, cabezas de ángeles o sus características ventanas elípticas.
En su interior se reutilizan las tradicionales tribunas con balcones heredadas del XVII (para el uso de nobles), los órdenes gigantes y dobles o las tradicionales ménsulas paredas que Pedro de la Torre en San Andrés o el Padre Bautista en San Isidro había tomado de Miguel Ángel y habían convertido en un tema habitual en nuestro primer barroco.
Espectacular y novedosa es la forma de tratar el espacio. De una planta de cruz griega, y por medio de unas profundas trompas se pasa a una cúpula oval que no se trasdosa al exterior.
Consigue así una unificación del espacio que volverá a repetir en otras obras más maduras (San José) y que se ha puesto en relación con la arquitectura centroeuropea más que en la castiza, mucho más compartimentada.
La ermita, que sufrió graves daños durante la Guerra Civil, fua casi de nuevo levantada siguiendo los detallados planos que se conservaban del arquitecto y en la actualidad ha sido integrada al macropoyecto Madrid Río
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