Aunque siempre vinculemos a este autor (y a su famosa hija) al tenebrismo de Caravaggio, esta fue simplemente una etapa transitoria.
Tras ella, el pintor regresó a formas mucho más clasicistas, aunque depuradas de su primitivo manierismo gracias al ejemplo del Lombardo (rasgos suyos es el cortinaje rojo que cierra la escena, la profunda diagonal de la composición, la ventana en el extremo y ciertos efectos de contraluz).
Junto a ellos aparece una suave idealización de los rostros, posturas recogidas de la estatuaria clásica (la Virgen es una cristianización de las venus púdicas praxitelianas), una estudiada composición que relaciona a ambos personajes a través de gestos y movimientos corporales y, especialmente, una riqueza cromática derivada del mundo veneciano.
Realmente el cuadro es toda una explosión de colores saturados y primarios que llena de intensidad la escena. Un verdadero festín para los ojos matizado suavemente por la luz en donde lo cotidiano (su interior) se combina con lo sobrenatural.
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