La estación de Perpignan siempre estuvo íntimamente unida a la vida de Dalí. A través suyo enviaba los grandes cuadros hacia EE UU. Fue precisamente a ella donde llegó, en 1929, Gala acompañada de su todavía marido Paul Eluard, al que pronto abandonaría en favor de Dalí.
No es extraño que Dalí dijera de ella: “ la estación de Perpigan es el centro del universo “.
En el cuadro, encuadrado en su periodo místico nuclear, Dalí retoma temas antiguos, como el famoso Angelus de Millet, obra a la que había dedicado varios estudios, suponiendo que en ella existía un terrible misterio: los campesinos no rezaban a Dios, sino a su hijo enterrado entre ellos, fruto indeseado de la sexualidad (siempre tan problemática para el autor). La mujer, por lo demás, tiene la quietud de una mantis antes de su ataque (primero sexual y, posteriormente, mortal), una idea sumamente cara a los surrealistas que deriva desde el universo simbolista (Munch, la mujer vampiro) y se extiende por las obras del momento (ver las bañistas de Picasso)
Esa visión del sexo como algo terrible vuelve a aparecer en figuras borrosas junto a los campesinos que unen sexo y trabajo.
La parte central la ocupa, en su zona superior, un vagón de tren y sobre él la imagen de un crucificado (sin cruz) que nos habla de los intereses espirituales de este periodo, mientras que en la parte inferior, de espaldas, Gala observa la aparición milagrosa del lienzo
Típico también de este periodo es el juego lumínico (que crea una cruz de Malta) y la sensación de ingravidez que remiten a sus obsesiones por el mundo científico de lo atómico.
En realidad se trata, en palabras del propio autor, de la representación del centro del mundo en donde convergen todas las cosas y remite, también, a la resurrección (en el fondo de la imagen, como una forma semi-invisible, terminamos por ver la imagen de un crucificado, probablemente un homenaje al cuadro que realizara Velázquez)
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