miércoles, 13 de mayo de 2020

AQUELLAS PRADERAS AZULES. Roma es Haendel

DALE AL PLAY Y ESCUCHA ALGUNAS DE LAS ALMAS DE ROMA 





No es Beethoven, pues la épica de sus iglesias se desmorona cuando los estucos se desmoronan tras las lluvias, cuando se avanza por la oscuridad de sus callejuelas en invierno. 

No puede ser Bach, pues ella misma sabe que, por mucho que lo intente con sus trampantojos, el mundo no es perfecto y las matemáticas son una simple poesía.

Ni siquiera Albinioni aunque pueda parecerlo, ni mucho menos el ateo de Vivaldi que vistió de sedas lo que era pura carne y deseos.

Acaso fue Monteverdi, pero eso fue un intento imposible del pasado; y nunca el austero maestro Vitoria que chirriaría ante sus fingidas glorias.
En algún momento de su inacabable existencia soñó con ser Wagner, pero Musolini no tuvo la sensibilidad suficiente para utilizar sin parar sus fanfarrias en vez de subirse al balcón del palazzo Venezia y actuar como una caricatura de sí mismo.

Por todo eso Roma (y no siempre) es Haendel, aunque unas veces son sus juegos acuáticos, otras el Mesías y, en algún atardecer traidor, sus más tiernas arias de opera. 
Tanto Alfonso como Vicenzo lo supieron siempre y por eso cayeron enamorados de ella como se hace de una mujer real, con sus encantos y miles de sombras que no se deben negar, pues acaso en ellas reside su más íntima belleza.

Yo reconozco que antes de mi primer viaje a Italia esperaba mucho más de Florencia o Venecia, pero lo cierto es que Roma fue la que me cautivó desde el primer día y para siempre.
Y no precisamente por el tiempo hecho pedazos de los foros imperiales que más que épica daban una imagen de inabarcable desastre.
Ni siquiera el Vaticano con sus grandezas, acaso precisamente por ellas.
Ni la fontana de Trevi, ya por entonces invadida de turistas.
No. 
Roma es Haendel y miles de iglesias en calles olvidadas por el tiempo y los camiones de limpieza; trozos de esculturas parlantes confundidas en las esquinas y llenas de pintadas.
Es una pasta sencilla con aglio e olio en una osteria fuera de los itinerarios, y cuadros barrocos oscurecidos por las velas.
Son los millones de reliquias que dormitan entre el polvo y mujeres que caminan como funambulistas perfectas entre las caries de sus adoquines.
Eso es Roma, una ciudad de registros en donde la historia se ha ido posando como sedimentos en un valle, desde los emperadores a los nuevos césares vestidos de púrpura, a los centenares de artistas y prostitutas, cortesanas y rameras.
Es la gloria en medio de la decadencia, y los pasados presentes que los turistas pisotean sin apenas darse cuenta que por allí pasó Alarico y predicó con la música San Felipe Neri, florecieron miradas de santos y los más terribles nepotes que coleccionaron arte y malas artes mientras Caravaggio mataba a otro proxeneta como él o Quevedo paseaba su cojera poniendo sus pies en las pisadas que había dejado años antes Cervantes.
Es todo eso y los heréticos soldados suizos que la saquearon por orden del más católico de los emperadores mientras la línea tres del Metro nunca acaba de terminarse jamás, enredada en las profundidades misteriosas del Celio.
Son las catacumbas en donde hay tantos hombres santos como canallas redomados y un enjambre de funcionarios que invaden los bares de mañana para tomarse un ristretto y un panini mientras en las alturas del Quirinal hombres encopetados representan la eterna farsa de gobernar un país que nunca ha tenido otro gobierno que la guerra, la religión o los deseos.

Todo eso es Roma y Haendel
Es la canícula del ferragosto o la tristeza sin medida de sus noches de invierno.
Sus coches eléctricos a los que desciende un cable desde el piso tercero de un antiguo palacio de cualquier condottiero olvidado.
O los gelatti de  Campo dei Fiori,
o las calles secretas que rodean la Via Giulia en donde Borromini se lanzó contra una espada y

Cuántas cosas pueden ser Roma, la ciudad de ciudades decenas de veces destruida y vuelta a construir sobre los propios escombros que son las ceneizas con más memorias del mundo.




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