Igual que Policleto, Praxíteles o Lisipo habían establecido las proporciones del hombre ideal en la antigua Grecia, Leonardo (en ese retorno que damos por llamar Renacimiento) volvió a replantear el tema (hacia 1490), añadiendo algunas novedades.
Como origen tomó el texto de Vitrubio (de ahí su nombre) que carecía de ilustraciones, tal y como ya habían realizado otros autores como Francesco di Giorgio Martini Fray Giovanni o Giocondo Cesare Cesariano
Sin embargo, la actividad no es una pura representación del mismo, sino toda una reflexión sobre el hombre y la práctica artística.
Para ello recurrió a la geometría, inscribiendo la figura humana en dos formas regulares (el cuadrado, símbolo de lo terrenal, y el círculo, de lo divino), tomando el ombligo como referencia (lo que hablaba del hombre como centro de la creación como era habitual en el antropocentrismo renacentista).
En este trabajo se encontraban las investigaciones geométricas del matemático Luca Pacioli (con el que había trabajado ya en Milán en la ilustración de su Divina Proporcione) y sus ideas neoplatónicas que consideran al hombre un ser híbrido que participa de ambos mundo, el terrenal y el espiritual (microcosmos y macrocosmos).
Sobre esta estructura platónica y pitagórica (recuérdese que el número es considerado por ellos como la música de las estrellas, el verdadero lenguaje de Dios que los hombres inventaron para aproximarse a la Idea), Leonardo no puede (ni quiere) alejarse del espíritu científico que le acompañará toda a vida.
Es su vena aristotélica que intentará medir y cuantificar (cambiando alguna de las proporciones consideradas clásicas), creando así un doble sentido: de La Idea a la realidad, del mundo al Ideal, expresión límite del conciliato renacentista .
La obra se completaba con las divisiones armónicas del cuerpo humano en las que se utilizan las articulaciones y con una prolija explicación realizada en la escritura especular tan típica del maestro.
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