Moneo establece un triple edificio.
Por una parte se adapta a la entrada de la finca, creando un muro ciego que nos lleva hasta la zona de entrada y deja comunicación directa con los edificios anteriores (taller de Sert y Masia).
Este vestíbulo es un realidad un ático, siendo su parte baja el verdadero museo, pues todo el edificio se adapta a la fuerte orografía de la finca.
En esta parte baja volvemos a ver dos realidades
Al exterior el edificio se vuelve compacto y apenas deja traslucir el interior. Potentes brise soleil ( que son una sutil referencia a las utilizadas por Sert en el edificio del taller) marcan las líneas horizontales que recorren una planta torturada llena de entrantes y salientes (una forma estrellada o, como han querido ver algunos críticos, una forma de baluarte que le protege del desastre urbanístico que ha sufrido toda esta zona que en nada se parece a la que contempló Miró).
Sobre esta estructura se generan (en un juego de oposiciones), láminas de agua y un jardín de esculturas que querrían acercar el mar y la vegetación a este rincón
Al interior la sensación cambia por completo y Moneo nos introducen en una especie de gran catedral laica de altos techos y ventanas tapizadas con alabastro que no dejan ver el exterior y general una luz difusa (en parte generada por la reflexión de la misma en las láminas de agua) que también proviene de los lucernarios del techo.
Aunque desde el exterior la arquitectura nos parezca un bloque monolítico, en este interior las cotas van cambiando de una sala a otra, comunicándose a través de rampas. Crea así un efecto paseo que lleva de la mano al visitante casi sin sentirlo de una sala a otra.
La suave luz. los volúmenes claros pero interconectados visualmente entre ellos o el muro de otra de cemento blanco que deja ver suaves costuras crean un ambiente de paz perfecto para salvaguardar las obras de Miro y permitir una contemplación sosegada, casi íntima pese al tamaño de los espacios
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