Posiblemente sean dos de sus grandes obras icónicas.
La primera por su ternura (pero también por su dulce tristeza), la de una niña que pierde su globo en forma de corazón un día ventoso.
Hay en ella una melancolía de la infancia (los deseos, las ilusiones, el amor...) definitivamente perdida. Algo lo suficientemente ambiguo para que cada espectador le ponga letra a esta especie de canción
(A todo esto se ha unido su espectacular happening en la casa de subastas, retransmitido al mundo entero, en donde el cuadro se autodestruyó al menos parcialmente, poniendo en solfa las diferencias insalvables entre arte y mercado especulativo, aunque posteriormente el cuadro semidestruido terminó por convertirse en un valor aún mayor)
La segunda obra es una perfecta para comprender el mecanismo mental y visual de muchas obras del autor. Comienza con una obra de sobra conocida, la idea de un manifestante (acaso un antisistema por su cara embozada) que lucha contra los poderes constituidos.
Es un imagen violenta que hemos mil veces que, de repente, pierde toda su negatividad al combinarla con ese ramo de flores que va a ser lanzado.
Esta tensión de contrarios crea una imagen memorable llena de protesta pero también de optimismo
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