martes, 12 de marzo de 2019

LUIS. ÁNIMA MUNDI. MI NIÑEZ FUE UN MAR INMENSAMENTE AZUL




Los veranos de mi infancia son un un mar inmenso y azul, la arena caliente de la playa y el fastidio de las cremas solares con las que era una y otra vez embadurnado. Eran, sobre todo, la luz sin esquinas del Mediterráneo en los ojos.
Unas veces fue Valencia, otras Alicante, tres meses enteros a la orilla del mar con el cuerpo lleno de sal y el mar puesto a tus pies como una alfombra mágica que iba y venía sobre la arena de los juegos.

Otro castillo hecho a medias con mi tía Amalia.
Hay que poner la bandera en la torre más alta, me decía, y como la gente siempre ha sido tan guarra siempre había un trozo del papel de un helado para coronar mis sueños;
y mi abuela sentada en su silla bajo la sombrilla haciendo punto o escuchando la música que ella misma hacía sonar por dentro
y a mi tío Julio haciéndome un hombre frente a las olas.
Era eso y mis padres sonrientes como una foto de recién casados, tomando películas en super 8 que quién sabe dónde estarán ahora.

Luego, por la tarde, piscina y paseo, y antes de cenar el momento terrible de bajar la basura a los cubos con todos los gatos de la urbanización persiguiéndote como si aquello fuera el Serengueti.
¡Venga, rápido. Hay que soltar la bolsa! aunque todavía quedaran unos metros antes de llegar a los contenedores pues
las piernas blandas y el pecho lleno de miedo ante aquellas ¿docenas?, quizás no tantos, pero yo era demasiado pequeño y antes de volver me tenía que sentar en alguna esquina esperando que el corazón se regresara a su sitio y dejara de alborotarme.

Ocurría todo esto y sobre todo el mar, la brisa que llenaba el cuerpo de alas que te permitían volar.
Y el cielo azul.
Y aquel sonido hipnótico de las olas que algunos días se alborotaban y se izaba la bandera amarilla de mi desconsuelo.
- Soló los pies - te decían.
Algo casi tan terrible como las dos horas y media de la sacrosanta digestión (¿Cuándo quitaron esa terrible ley?).
De las cremas solares.
De esa gorra roja que nunca me gustó pero con la que aparezco en todas las fotos con aquel cuerpecillo escuálido lleno de huesos pero con unos ojos enormemente abiertos, tal vez porque era feliz como nunca podría volver a serlo.
¿Un helado?

Realmente uno se preguntaba para qué narices se había inventado el invierno. Por qué no era siempre verano y brisa, calor, mar y sol, y parecía imposible imaginarse entonces las nieblas del invierno, ni los kilos de ropa, ni la terrible bufanda y el verdugo que sabía a lana fría y verde, de un terrible verde apagado que nada tenía que ver con la sal en los labios.
Pues el verano era un sabor a menta en los párpados cerrados bajo la luz inclemente y bella.
Un tacto de sábanas frescas.
Unas miradas de padres que te quieren.

Y detrás de todo el mar, inmensamente azul y tierno como velo de paz sin medida ni tiempo.
¡Qué caliente está el agua por la tarde!, cuando apenas ya si queda luz y el mar abraza tu cuerpo con caricias lentas.
El sol va cayendo, apenas se escuchan las nubes.
De azul a gris, a puro negro mientras te recorre un escalofrío la espalda y maldices que la noche llegue, pues tú sólo quieres luz, un sol redondo y blanco de tanto amarillo, el aroma sin pecados de la piel que aún no ha florecido.
¿Recuerdas?

Ese fue tu paraíso, lo será siempre, pues los paraísos para tí siempre tendrán mar y sol, y por muchos años que pasen volverás a ellos cada verano, y te harás un poco niño cuando al volver a descubrir el inmenso azul, llenándote de una paz extraña, igual que esta canción, llena de promesas que una sola ola puede traerte... y llevarse.

Luis.









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