jueves, 7 de marzo de 2019

ÁNIMA MUNDI. LUIS. BAGDAD CAFE y los bálsamos de la música

DALE AL PLAY Y ENTRA A VIVIR EN ESTA CANCIÓN

Cuánto he podido amar esta canción a lo largo de mi vida.
La conocí muchísimos años antes de ver la película, en la radio de madrugada, en un programa íntimo y seductor por el que navegaba la voz de Rafa Arboleda.
Se iniciaba siempre con el tema de amor de Blade Runners y durante una hora, de dos a tres de la madrugada, se sucedían las canciones más bellas del mundo, pasando de Ottis y su bahía, a Genesis, los Beatles, Elton Jones, Chris de Burgo a este Bagdad Cafe.
Era una música para encantar bosques nocturnos; una hora de paz rodeado por aquellos temas eternos que me balanceaban en una hamaca de sonido.
Recuerdo de aquellas noches el calor sin término de un Madrid vacío de agosto, mientras todos dormían y yo escribía sin fin una novela que nunca llegaría a terminar, pues todavía no era el momento de hacerlo y aún faltaban varios eslabones de la cadena que me unirían aún más a sus ojos verdes.
En sus páginas espinosamente escritas recordaba, con la terrible nostalgia que produce el ferragosto, sus besos y sus miradas, rememorando uno tras otros los mejores momentos de un pasado que no volvería jamás, y sólo aquella música., la voz sin aristas de Rafa me acompañaba en lo imposible, dándome la paz necesaria para no saltar por la ventana y seguir escribiendo como un galeote amarrado a su pasado.
Te estoy llamando.
¿No puedes oírme?

Era eso y la ventana abierta para que entrara un aire fresco que jamás aparecía, y el cuerpo lleno de sudor y el corazón herido y sangrante por la felicidad que una vez fue y ya se ha perdido, como un lamento en el desierto de Nevada.
Era una armónica dolida y una voz desagarrada que tantas veces pinchó Rafa para mi desconsuelo, entremezclándose con los ladridos huérfanos que sucedían muy lejos, más allá de las grandes aspas de los sistemas de refrigeración de la fábrica que estaba junto a la casa de mi juventud.
Hacía tanto calor en el aire quieto. Era tal la soledad mientras emborronaba página tras página con tus ojos como faros para navegantes sin esperanza que


Te estoy llamando.
¿No puedes oírme?

En aquellas noches insomnes de verano todo era pasado, y sólo la música, la voz de terciopelo roto de Rafa dejaba la semilla de una flor que tal vez algún día nacería.
Tal vez por eso había que seguir escribiendo, seguir rompiendo una página tras otra, siempre insatisfecho ante unas palabras que apenas si valían para rozar lo sentido, el suave tacto de tu pelo incendiado sobre mi frente, tu cuerpo claro a la luz de una vela encendida con nuestro propio deseo.
¿O sólo era el mío?
El pasado torturaba y se dolía como la voz de Jevetta Steele, llena de polvo y sabor amargo. Un largo lamento de romper horizontes sobre el que se sobreponía tu voz, Rafa.

¿Cómo estás hoy?

Me decías; sólo a mi y a mis hierros en el pecho. Me ibas hablando con una voz de susurro, y sin saber muy bien cómo las palabras se convertían en bálsamo azul cobalto.
Daba lo mismo lo que dijeses, pues todo estaba exclusivamente pensado para mí y mis demonios interiores. Y eras mi último agarradero, el ancla de voz y canciones que evitaban una y otra vez los pensamientos más suicidas en el bochorno sin término de la madrugada, cuando el calor brotaba del asfalto con hilos de vapor y se pegaba a la piel con vida propia, untuosa.
Frente a él sólo estabas tú para salvarme, como un escudo fresco y suavemente melancólico en donde apoyar la frente cuando me sentía desfallecer y los diálogos parecían escribirse solos.
¡Sabrina!
Te estoy llamando.
¿No puedes oírme?


No podía hacerlo, pues sólo estábamos tú y yo, y a veces incluso te respondía porque era necesario hacerlo en medio de esa oscuridad de la habitación sólo rota por el flexo y una radio junto a él, rodeada de papeles llenos de tachaduras.
Lo fui sabiendo sin comprenderlo hasta semanas después. Canción tras canción que tú me ofrecías.
Así lo hice, muy despacio, como ocurren las cosas que cambian de verdad la vida: yo también quería ser tú, hablarle a la madrugada.
No sabía cómo lo haría pero poco a poco me fui viendo en un estudio de radio, iluminado por un flexo y con papeles llenos de tachaduras en donde se amontonaban los sentimientos, los trozos rotos del pasado que contaría entre canción y canción.
Evidentemente, nunca tendría tu voz, pero sí el mismo amor a la música que tú. Ese amor extraño por las más variadas canciones que podrían cambiar una vida entera, o al menos salvarla durante la eternidad de tres minutos y medio.
Un gozo maravilloso por las melodías y sus letras que yo te traduciría en medio de la inmensidad de la noche. Unos fragmentos de ellas, los suficientes para salvarte de ti mismo en estas horas malditas que anteceden el amanecer, cuando todo parece perdido pero queda un faro a la lejanía, una voz, un ritmo, unas cuantas palabras con las que decirte lo que tú me decías.
Simplemente eso, un programa nocturno de música para naúfragos de la vida; su rincón de paz solitaria en donde cabría el pop, el soul y hasta la música clásica, pues todo era lo mismo, la única razón para los que ya han perdido todo.
Ser la voz que te acaricie, a ti también, Sabrina.
El genio que te acune el corazón herido, como tantas veces hiciste tú.

¿Cómo estás hoy?

Déjame que te acompañe.

Dale al play y déjate vivir en estas canciones que te ofrezco.
Sólo puedo prometerte el paraíso de una hora de la música que te sanará el alma.
Te contaré pequeñas tristezas, pero también te prometo llevarte al éxtasis.

Escucha conmigo estas canciones. Sumérgete en ellas como en un mar caliente, en un desierto de Nevada, muy cerca de las Vegas llamado Bagdad Café.

Soy Luis Esteban y estoy sólo contigo.
Cierra los ojos y escucha









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