Bajo aquellos árboles hay una pareja. Apenas se les distingue, pues es una noche de agosto sin luna y reventada de estrellas, pero él tiene apoyada la cabeza sobre su muslo y ella sonríe suavemente mientras le acaricia los rizos de su pelo.
Es una pequeña pradera que aún aguanta al verano, y junto a ella hay un arroyo con apenas unos hilos de agua sobre los que crece una alfombra de diminutas flores blancas que relumbran en la oscuridad volviendo aún más verdes los ojos de ella, o por lo menos así lo piensa, aunque tal vez no sea verdad.
¿Qué es realmente la verdad?
Un hombre ya maduro recuerda las noches de aquel verano para unirlas en una sola: la pradera, el riachuelo sin apenas agua y un cielo agujereado de estrellas que titilan, azules, a lo lejos.
Recuerda eso y vuelve a verla con los dieciocho años espléndidos mientras croan las ranas y de la montaña baja una suave brisa que refresca la noche tropical.
Debe ser ya tarde, y ella lleva una falda blanca de volantes. Hace tanto calor que se ha quitado la camiseta y deja ver la parte superior de aquel bikini azul cobalto sobre su piel de leche.
Está un poco descolocado tras las furias de la pasión pasada. La aureola de un pezón asoma por un lateral, pausada, cuando cambia de posición y ahora es ella quien se tumba apoyando la cabeza sobre su estómago.
Él juega entonces a trazar caminos con los dedos sobre su vientre, se detiene en el misterio de su ombligo, lo rodea sin fuerzas. Ella ríe ante la inminencia de unas cosquillas sin dientes y le toma suavemente la mano mientras mira el cielo azulado de tanta estrella.
-¿Sabes? - le dice él - desde que te amo no te pareces a nadie. Tu voz, tus ojos claros, tu cuerpo infinito - recuerda el hombre maduro en un oscuro estudio de radio, apenas iluminado por un flexo.
Recuerda unos tiempos en donde aún existía la poesía y los versos caían al alma como al pasto el rocío mientras sus dedos subían por las costillas y llegaban al borde de su bikini, sin otro deseo que pasear en silencio por aquella dura suavidad de sus pechos blancos que le dejaron asombrado la primera vez que los vio, mientras ella se cepillaba el pelo tras el primer encuentro apasionado, demasiado rápido, que les dejó sin respiración, más maravillados que verdaderamente satisfechos.
Eso fue al principio del verano, pero han pasado las suficientes semanas para que sus tiempos hayan ido acompasando, encontrando las medidas y los espacios que les terminan dejando en la playa de esta dulce placidez de pradera con montañas al fondo, rodeados por el insistente olor a resina de las jaras calcinada por el día.
En esa suave indolencia escuchan el llanto metálico de los grillos mientras ríen por tonterías, enzarzados en los juego verbales de nuevos enamorados que terminan en un beso de los labios o las manos, pues en aquellos tiempos, piensa el hombre de las canas mientras va pinchando un disco tras otro, entonces, se podía besar de mil maneras que se iban inventando en el mismo momento de hacerlo.
Eran los tiempos de los milagros cotidianos, como el de su mirada de agua prendida mientras él le hablaba de sus cosas, los de los silencios compartidos que terminaba a la vez y con la misma palabra; puros azares que algunos llaman amor sin darse cuenta de es mucho más que eso
Era mirar al unísono la noche de los grillos y la montaña esperando una estrella fugaz que les volvía aún más inmortales en sus deseos de que ese verano no acabara nunca, ni la pradera ni los hilillos de agua del arroyo.
Era el mundo entero puesto a sus pies por la gracia del enamoramiento, y ni siquiera había música puesta, pues ya la llevaban ellos dentro y salía por la punta de los dedos al acariciar su mejilla y encontrar la sorpresa de una lágrima furtiva en ella.
- ¿Ocurre algo?
- Todo.
Y de la tristeza se pasaba a la risa pues el corazón estaba en gracia divina y tenía todas las puertas abiertas, y no como ahora que ya sólo queda la nostalgia, ¿verdad?
Ahora ya sólo quedan las músicas. Sólo en ellas se posan las últimas certezas de que todo esto fue cierto. El sonido perfecto del firmamento que tú una vez resumiste en un cuaderno como el sabor de sus besos pequeños, con los labios blandos con los que te despides cuando tienen que irse y, no, espera, un beso más, mi amor, un minuto tan solo de estas noches de calor e hierba en donde los ángeles se volvieron luciérnagas que te rodeaban el pelo dorado, pienso mientras pongo la última canción que no podría ser otra que la tuya, mientras ellos ya van de vuelta entrelazados por la cintura y se van perdiendo por la oscuridad de un camino que les devolverá a la triste realidad de volver a encontrarse solos hasta la noche siguiente
Cuanto la quise, pese a todo. Tal vez aún la quiero
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