jueves, 9 de mayo de 2019

BARCELÓ AFRICANO.


Como ya veíamos en su serie de las Bibliotecas, Barceló fue avanzando en su obra sin perder uno de sus rasgos más genuinos (y a mi juicio, geniales)
Me refiero a la tensión nunca resuelta entre abstracción (en realidad, expresionismo abstracto) y figuración.
El simple acercamiento o alejamiento del espectador producirá estos cambios tan típicamente posmodernos en donde la verdad es un bien tan poco estable (tan líquido) que más moja que informa, sin generar nunca certezas.
Sobre este cañamazo, Miquel Barceló añadió un nuevo elemento: África.
Fue a finales de los años 80, en Mali, en las cercanías del río Níger. El lugar le embrujó de tal manera que a lo largo de los años tuvo varias casas en la zona.

De este encuentro surgió una nueva pintura que se desarrolló en varias direcciones.
Por una parte aparecieron los grandes bodegones de animales muertos que (como es habitual en su obra) realizan un asombroso mestizaje con las Vanitas barrocas para transformarlas en algo nuevo y a la vez eterno.


Otro motivo fueron sus pinturas blancas
Estas ya habían aparecido un tiempo antes y, como iría el propio autor   porque ir a África subsahariana se había convertido en un viaje por mis cuadros, que se habían transformado en una especie de desierto.
En una especie de ayuno cromático (aunque no matérico), los betunes y las tintas oscuras anteriores se habían ido poco aclarando para crear espacios bañados por la luz y agujereados por pozos de sombras.

Fuertemente texturadas (algunas de las sombras están creadas por los propios relieves) son obras que van un paso más allá de la citada tensión abstracción/figuración.
De ellas derivaron unas verdaderas obras maestras: los diluvios.

Utilizando la técnica del dripping, salpicó el cuadro de goterones que, a la vesta del espectador, se convierte  en lluvia torrencial en donde las manchas nos obligan a pensar en ríos desbordados entre los que pastan tranquilamente los animales.



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