jueves, 8 de diciembre de 2011

TEXTOS SOBRE LOS TRIUNFOS ROMANOS


“Los heraldos anunciaron en todas partes que los juegos darían comienzo oficialmente el 21 de abril, y ese día la multitud se concentró en el circo Máximo y sus alrededores, en una amplia extensión en la que la gente se apretujaba de manera que no cabía ni un alfiler.

Acudí de madrugada junto a mis compañeros, y aun así tuvimos que abrirnos paso a empujones pues una gran mayoría de espectadores había hecho noche en las inmediaciones para coger sitio. (…) Nos sentamos en las piedras frías, húmedas aún por el rocío de la madrugada, y nos dispusimos a esperar a que comenzase el festejo. (…)

Cuando el sol asomó por detrás de las colinas, se apreció como la masa humana se convulsionaba nerviosa esperando a que de un momento a otro sucediera algo; y efectivamente, poco después todo el mundo comenzó a ponerse en pie mirando en dirección a la porta Pompae. Sonaron las tubas desde el lugar destinado a los músicos y enseguida fueron contestadas por una fanfarria militar de tibias y tímpanos de unos quinientos hombres vestidos con la armadura propia de los ejércitos africanos y luciendo sus espectaculares pieles de leopardo prendidas en el hombro derecho. Detrás de ellos aparecieron los supremos jefes militares a caballo, con pulidas corazas plateadas adornadas con faleras de oro y grandes penachos con plumas o crines en los yelmos. Después de ellos, los jóvenes équites, 8…) en cerrada formación de caballería, alineados de cincuenta en cincuenta, seguidos de sus ayudantes de armas que portaban las lanzas enristradas. Les siguieron los signum y las águilas, estandartes y tropas militares de las diversas legiones; (…) Detrás vino lo que verdaderamente hacía el delirio de la multitud: los elefantes. La exhibición militar se cerró con la entrada de los generales especialmente distinguidos por las últimas victorias, precedios de pregoneros que exaltaban sus éxitos a voz en cuello. (…)

De momento, cesaron los vítores y los aplausos y se hizo un gran silencio. Entraban los coros de los grandes templos entonando cánticos a los dioses. La procesión con las estatuas no tardó en aparecer: Júpiter al frente, en una imponente carroza que se detenía a cada cincuenta pasos para que sacrificaran delante de ella reses inmaculadamente blancas. Detrás de él, Juno, frente a la cual se degollaban sedosos carneros, (…) Muchos otro dioses fueron entrando: Apolo y Diana, (…) incluso desconocidos casi, entre los que destacó Mitra, tan de moda entonces. Finalmente, la dea Roma, con los colegia de sacerdotes, el cortejo de magistrados y el Senado, vestidos de blanco, coronados de flores y con palmas en las manos. Y por último, los grandes cónsules de Roma y el emperador, que sostenía el cetro de marfil con el águila de oro en la mano, y lucía el gran manto púrpura sujeto por esclavos en sus extremos, y la corona, que mantenía suspendida sobre su cabeza un joven servís publicus. (…)

Cuando el emperador y el cortejo de magistrados ocuparon su lugar bajo el baldaquino, las bocinas anunciaron el comienzo de los juegos. Lo primero fue una representación alusiva a la fundación de Roma, con la loba capitolina y Rómulo trazando los límites de la ciudad con un arado. Las máscaras eran excelentes y las evoluciones de los danzarines no pudieron estar mejor preparadas. Hubo seguidamente escenificaciones de grandes batallas, conquistas y asedios, con enormes decorados de madera donde se luchaba y se encendían grandes fuegos, figurando incendios en los que se quemaron un montón de desdichados esclavos, que lanzaron pavorosos gritos desde las llamas que los consumían. A la gente le maravilló una gigantesca águila magníficamente recubierta de plumas auténticas, que descendió como volando, deslizándose por un largo mecanismo de cuerdas desde el monte Palatino y cuya sombra recorrió todo el circo cuando el sol estaba en el cenit. Con ello se expresó que los cielos enviaban la victoria al Imperio. Después de esto hubo representaciones de las últimas guerras, con crueles matanzas de cautivos armenios, persas y bárbaros, aplastados por las patas de los elefantes, lanzados en catapultas para que se estrellasen espectacularmente contra las piedras, hervidos en calderos de aceite o arrastrados por bueyes desbocados. Los espectadores, aunque aterrorizados, desfrutaron sintiendo que no había piedad para con los enemigos de Roma.

Todo aquello era como un delirio, entre sobrecogedoras músicas, cantos de cientos de voces, ruidos de armas y atronadores alaridos guerreros. No creo que alguna vez hubiera podido verse algo semejante por muy grandiosos que hubieran resultado otros juegos.

Al día siguiente tuvieron lugar las naumaquias, fuera de los muros de la ciudad, en unos lagos artificiales creados a los efectos. También hubo gladiadores en el anfiteatro Flavio, muchas representaciones teatrales, fieras, banquetes gratuitos para la multitud y todo lo demás que suele organizarse en estos casos. Pero nada se gravó con tanta fuerza en mi memoria como lo de aquel primer día, en el circo Máximo.!

Sánchez Adalid, Jesús, Felix de Lusitania, Ediciones B, Barcelona, 2001

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“Hora tras hora desfilaron ante nosotros representaciones de la campaña judía de Vespasiano: desiertos y ríos, ciudades tomadas y aldeas en llamas, ejércitos que se desplazaban por llanuras achicharradas, máquinas de asedio inventadas por el propio Vespasiano. Esas representaciones se columpiaban en formas de cuadros vivos sobre carrozas que alcanzaban tres o cuatro pisos de altura. En medio del doloroso crujir de ruedas macizas y el olor a lienzo recién pintado que se cuarteaba bajo el sol, escenarios con remos pintados en los faldones se deslizaban y se inclinaban por las calles como veleros en medio del alto oleaje. (…) Vimos toneladas de tesoros ostentados en tal profusión que casi perdieron su significado (…) Piedras preciosas sueltas se amontonaban desordenadamente en literas, como si de la noche a la mañana todas las minas de las India hubiesen escupido sus tesoros: ónice y sardónice, amatistas y ágatas, esmeraldas, jaspes, jacintos, zafiros y lapislázulis. Apiladas al desgaire en camillas aparecieron las coronas de oro de la conquista, diademas claveteadas como relucientes explosiones solares o engastadas con rubíes monstruosos e inmensas perlas. Y después más oro hasta que las calles parpadearon con su resplandor mientras la marea fundida fluía hacia el Capitolio en un lento e inflamado meandro de extravagancia heroica.”

Davis, Lindsey, La plata de Britania, Edhasa, Barcelona, 1991

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