domingo, 11 de diciembre de 2011

TEXTO PARA COMPRENDER EL BARROCO. EL SEÑOR DEL BIOMBO EN UN MILAGRO DEL SIGLO XVII

II.

Imaginaros el ambiente, tenso y sobrecogedor.

Desde hacía ya muchas horas, antes incluso de salir el sol, decenas de pobres falsamente bien vestidos , mercaderes y comerciantes que habían alquilado trajes aunque mañana no comieran, labradores venidos desde muy lejos, acaso a más de dos días de camino, habían estado esperando hasta que la iglesia, poco antes del mediodía, abriera sus puertas, entrando en ella en medio de un silencio espeso, asombrados por aquella sala inmensa que parecía sostenerse por puro milagro, sin columnas en donde apoyarse.

Apiñadas unas contra otras, como si fuera día de mercado, aquellas gentes respiraban con dificultad el perfume denso del incienso que brotaba desde los enormes pebeteros colocados junto al altar.

- Es el aroma del Paraíso – decía alguno de ellos.

Tras sus nieblas se veían las capillas y sus nobles ocupándolas. Todos aquellos hombres magníficos, vestidos de lujo y fiesta, que se saludaban unos a otros con exageradas reverencias de sombreros y suaves movimientos de abanicos con los que las señoras se comunicaban, a veces, con los galanes que desde lejos las cortejaban.

- Cuidado, señora, que vuestro marido os está mirando – decía en voz baja, acaso, la criada

- Callad.

Pues entraban entonces los sacerdotes. Venían los monaguillos agitando aquellos incensarios desde los que ascendía el humo con olor a cielo anticipado que quemaba los pulmones con su aliento frío, llenando las cabezas de vértigo.

Silencio.

La muchedumbre que ocupaba la parte baja callaba de repente mientras la iglesia estallaba en cantos desde el coro de las monjas. Las voces rebotaban contra las paredes como si cantaran desde todos los sitios y un sonido de ángeles se iba posando sobre el humo que la luz de la mañana iba rasgando, como si fuera un cuchillo, la espada divina de aquel hombre que apareció tras las puertas abiertas de su balconada.

Todos se volvieron a mirarle. Era viejo y de piel reseca, con los ojos profundos que a todo miraban sin pararse en nada. Vestía de rojo y oro, mientras las monjas rompían a cantar y el sonido oprimía los corazones de la gente sencilla. Era él, el arzobispo. Don Bernardo de Sandoval y Rojas, autor de todo este milagro, sentado en su gran sillón de terciopelo carmesí y maderas con piedras engastadas que, aún siendo falsas, relumbraban desde aquellas alturas. Detrás suyo, de negro riguroso, su secretario, hablándole al oído.

- In nomine Pater et Filio et Spirituo Santo. Amen – dijo con voz profunda el sacerdote.

Todos se santiguaron, y los brazaletes de diamantes de las grandes señoras, los tejidos lujosos de los nobles resguardados en las capillas crearon un ruido de riqueza que les separó aún más del pueblo que les miraba atentamente, más pendientes de ellos que de una misa de la que apenas nada comprendían, pues se recitaba en latín y bajo los confusos ecos de la bóveda.

Los monaguillos cantaban. Las monjas tras las rejas misteriosas. El aroma del incienso ascendía como un remolino hasta convertir la escena en algo parecido a los sueños en aquellos tiempos en donde la televisión no existía y los ojos de la gente estaban casi vacíos de imágenes; apenas su calle o las tierras que cultivaban.

Los nobles y sus familias hacían reverencias al cardenal sentado en su trono de terciopelo rojo, buscando, aunque fuera un instante, su mirada reseca como la tierra en agosto. Le miraban con el descaro del que se sabe superior a toda aquella masa de gente que ocupaba la zona central y andaba de sobresalto en sobresalto, enmudecida por la música y mareada por el incienso, por el propio suelo de mármoles blancos y negros que, de tan pulidos, daban la sensación de abismo. Su dibujo formaba una estrella de tantas puntas como capillas, aquellas zonas reservadas sólo para los hijos de los que ya habían sido nobles, con el estandarte de la familia colgando sobre el muro, como si fuera un anuncio publicitario.

Y la misa, entretanto, continuaba. Alguna gran señora miraba de reojo, moviendo de derecha a izquierda el abanico, como si afirmara: Mañana, a la noche. Y los sacerdotes seguían proclamando de espaldas al público aquellas palabras sin sentido mientras se movían con gestos lentos y precisos, más parecidos a los de un actor que representaba aquel misterio tras el escenario de columnas doradas y figuras de santos doloridas que miraban con ojos impávidos entre la niebla.

Unos ojos alucinados, los de la criada que miraba las rejas del altar tras los cuales se movían los bultos indecisos de las monjas. Los del barbero enmudecido, el comerciante satisfecho, el simple soldado o el estudiante de pronto arrepentido, espectadores todos de un milagro que cada 20 de agosto sucedía, como si Dios hubiera elegido aquel día para hacer enmudecer al mundo cuando el sacerdote cogía el vino y el pan y, tras arrodillarse, se iba volviendo muy despacio. Terriblemente despacio, como si en verdad estuviera esperando el...

¡Milagro! Un solitario rayo de luz entraba por la zona superior de la cúpula, atravesaba la sala rasgando las nubes de incienso y se posaba sobre la copa dorada que hacía destellos.

Los más se tapaban con la mano los ojos, convencidos de que aquella luz divina les arrancaría la vista de un solo zarpazo, y sólo llegaban a vislumbrar la capa dorada del sacerdote brillante como si estuviera ardiendo, el cáliz y la patena levitando sobre el aire de luz dolorosa que abrasaba las cosas con su potencia todopoderosa.

Pasaba esto y, mientras todos se arrodillaban y se sucedían los cantos, unas monjas, subidas en la linterna de la cúpula, arrojaban pétalos de rosa sobre aquellos que los veían caer entre el humo del incienso, como si fueran restos de plumas de ángeles que sobrevolaban sus cabezas en vuelos de algodón y nieve, mostrándoles el camino hacia un Cielo que ahora lo tenían casi delante, traído por el poder sin límites de aquel cardenal duro como el diamante que todo lo observaba desde la balconada central con su sonrisa sin dientes.

- Imaginaros todo esto y comprenderéis el poder que tenía entonces, en el siglo XVII, la religión. De cómo la utilizaban para convencer, convirtiendo la misa en un verdadero espectáculo de efectos especiales. Esto es la base del Barroco – dijo el guía terminando con estas palabras su largo discurso que a todos nos había dejado con la boca abierta.

Vicente Camarasa

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